martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 1
Aquellos diablos estaban otra vez en la brecha. Pedro Alfonso pasó bajo la gran arcada labrada que daba acceso al rancho Alfonso's Nest con el ceño fruncido. Era el propietario de cinco mil acres de una hermosa tierra al este de Idaho y cualquiera medianamente razonable supondría que poseyendo esa clase de rancho le sería fácil escapar sin mayor dificultad de Paula Chaves y sus cachorros del infierno, pero no era así.
Cada vez que se daba la vuelta, uno de aquellos diablillos de cabello pajizo y revuelto había invadido su espacio, bien deslizándose en trineo por el camino de su casa, dándole la lata a sus caballos o tirándole bolas de nieve al cartel que portaba el nombre de su rancho.
Un mes antes; la última vez que había conseguido encontrar tiempo para acercarse al rancho desde San Francisco, los había pillado intentando saltar con esos ponis suyos que parecían sacados de los dibujos animados por encima del pastor eléctrico que acababa de instalar. En otra ocasión se los había encontrado construyendo una casa en un árbol de su propiedad. Y en septiembre una ventana del reluciente granero recién construido había resultado rota y su capataz había encontrado una bola de béisbol junto a los cristales.
Parecía imposible darse la vuelta y no encontrarse con alguno de ellos metido en sus tierras. Eran como tres molestas moscas que echaban a perder el retiro perfecto y bucólico que se había buscado para escapar a la jungla corporativa y frenética de San Francisco.
Cuando le compró la propiedad a Paula Chaves le pareció bien que le pusiera como condición reservarse una esquina de veinte acres para ella y sus hijos. Él se quedaba con cinco mil más, rodeados de zona de bosque protegida.
Renunciar a un trocito de aquel vasto pastel no podía molestarle. Pero habían transcurrido diez
meses desde que cerraran el trato y esa cláusula se le había atragantado como una castaña sin pelar.
Cada vez que tomaba la carretera de Cold Creek Canyon para dirigirse a Alfonso’s Nest y divisaba la casa de dos plantas en un rincón del rancho, tenía que apretar los dientes y maldecirse por no haber presionado más en las negociaciones y haber comprado la propiedad en su conjunto para poder derribar la casa y quedárselo todo.
Y el colmo era que aquellos pequeños Chaves no parecían comprender lo que era la propiedad privada. Sí, su madre había pagado el cristal roto de la ventana y les había obligado a desmontar la casa del árbol tabla por tabla, pero esperaba que también supiera meterles bajo la piel el temor de Dios cuando le contó la carrera de obstáculos que habían organizado en sus pastos. El temor de Dios, o el temor a ella, lo que fuera.
Pero ante sí tenía a uno de aquellos monstruos encaramado a la cerca de madera que bordeaba el camino de acceso a su casa con los brazos extendidos como si fuera un artista de circo en el alambre mientras sus hermanos le observaban.
Aminoró la marcha del monovolumen que dejaba siempre en el aeropuerto de Jackson Hole, a una hora de distancia de allí, aunque no se decidió a pisar el freno.
Debería dejar que se cayeran. ¿Qué podían significar para él un par de brazos rotos?
Si aquellos críos querían ponerse en peligro haciendo barrabasadas, ¿qué más le daba a él? Podía mirar para otro lado y seguir hasta su casa. Tenía cosas que hacer, llamadas pendientes, aire fresco de Idaho que respirar.
Pero es que estaban jugando en su cerca, y si alguno se caía y se hacía daño de verdad, su madre podía acabar acusándolo de negligencia e incluso de complicidad tácita por no haber intentado detenerlos cuando se le había presentado la oportunidad.
Suspiró. No podía ignorarlos. Pisó el freno y bajó la ventanilla. Una bocanada de aire frío de diciembre se coló en el interior.
—¡Eh, niño, bájate de ahí antes de que te hagas daño!
Parecía el típico vecino viejo y gruñón quejándose de que le pisaban el césped.
Los chavales no parecían haber oído su coche porque lo miraron sorprendidos. Los dos más pequeños se quedaron un poco asustados, pero el mayor sacó pecho.
—Lo hacemos muchas veces —presumió—. Kevin es el mejor. Hazle una demostración, Kevin.
—Yo creo que deberíamos irnos a casa —dijo el mediano desde detrás de sus gafas de montura metálica mirando nervioso a Pedro—. Mamá nos dijo esta mañana que nos fuéramos directos a casa desde el autobús porque teníamos cosas que hacer.
—Buena idea —dijo Pedro—. Idos ya.
—No seas tan miedica —le reprendió el mayor, y se volvió hacia el tercero que contemplaba la escena como intentando predecir quién saldría victorioso—. Vamos, Kevin, enséñale cómo lo haces.
Antes de que Pedro hubiera podido siquiera abrir la puerta, el crío dio un paso y luego otro.
—¿Lo ve? —exclamó sonriendo—. ¡Puedo recorrer la valla entera sin caerme! Una vez fui desde la puerta hasta ese pino enorme de ahí.
Apenas había acabado la frase cuando puso la bota sobre una madera helada y se escurrió. No llegó a caerse porque movió frenéticamente los brazos intentando mantener el equilibrio, aunque fue una batalla perdida porque el pie resbaló del todo y el cuerpo le siguió. Incluso con la distancia que les separaba y el motor en marcha.
Pedro oyó el ruido que hizo la cabeza del chiquillo al chocar con la madera de la cerca.
«Maldita sea...».
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