martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 30
Tampoco recordaba haber leído nada sobre un matrimonio y un divorcio en su currículum, pero tratándose de algo que ocurrió hacía tanto tiempo seguramente había preferido mantenerlo en secreto.
O a lo mejor no estaba divorciado. Mejor no pensar en ello. De haber tenido una mujer por ahí, algo habría aparecido en el documento de compraventa del rancho.
—Se dice que cuando uno se casa joven, el camino se hace más difícil. Supongo que es cierto.
Volvió a beber de la botella.
—Desde luego fácil no fue, te lo aseguro.
Susana tenía sólo diecisiete años, los dos éramos jóvenes e ingenuos y nos creíamos capaces de enfrentarnos a cualquier cosa.
—Así son la mayoría de adolescentes.
Eso le hizo sonreír, aunque el calor del gesto no le llegara a los ojos.
—Cierto. Los dos escapábamos de hogares con dificultades y pretendíamos rescatarnos el uno al otro. No estoy seguro ni siquiera de que pretendiéramos casarnos, y creo que no lo habríamos hecho si Susana no se hubiera quedado embarazada.
¿Embarazada? ¿Tenía un hijo?
—Eso lo cambió todo. Decidimos intentar construir un futuro juntos, así que reunimos como pudimos el dinero necesario para la boda y nos casamos ante el juez de paz. Yo trabajaba en la construcción durante el día y fregaba platos por las noches para poder pagar un diminuto apartamento en Oakland.
Había dicho que los dos escapaban de hogares con dificultades. ¿Qué clase de miseria habría tenido que soportar? Qué suerte había tenido ella con sus padres, que le habían proporcionado tanto amor en su niñez.
—¿Qué os pasó? —le preguntó, aunque casi temiendo oír la respuesta. Tenía la sensación de que era un final triste.
Pedro se quedó callado un momento. El único sonido de la cocina era el del reloj. Pensó que quizás no fuera a contestar y estaba a punto de disculparse por haberle hecho la pregunta cuando le oyó respirar hondo.
—Murió en el parto: los dos murieron.
Dios del cielo... Jamás se habría imaginado semejante respuesta. La tristeza la traspasó.
Había perdido una esposa y un hijo que nunca habían tenido una verdadera oportunidad de vivir.
Todo lo que sabía de él quedó hecho pedazos.
Le había considerado hasta entonces un hombre frío, duro y distante. Arrogante incluso. Se mostraba tan reservado con sus hijos, e incluso con los de los Hertzog... pero lo que acaba de contarle le hizo preguntarse si su actitud no sería una máscara.
Nada de lo que pudiera decir suavizaría su dolor, pero sabía de primera mano lo que unas simples condolencias podían significar para un corazón roto.
—Lo siento. Pedro. Lo siento muchísimo.
Sus palabras, aunque pronunciadas en voz baja, parecieron reverberar en la cocina y en su interior hasta alcanzar una herida abierta que él creía cerrada hacía mucho tiempo.
¿Por qué demonios le estaría contando todo aquello? Nunca hablaba de Suzy y su hijo con nadie. Nunca. No había otro alma en el mundo aparte de sí mismo que supiera de aquella parte de su pasado, de la sensación de culpa y el dolor que habían sido sus compañeros constantes durante tanto tiempo tras su muerte.
Se había sentido tan solo, tan lleno de rabia. Un capullo inútil, amargado, resentido con el mundo y sobre todo con las urgencias del hospital que tanto habían tardado en admitirla porque eran una pareja de adolescentes sin recursos y sin seguro, y con los médicos incompetentes que no le habían diagnosticado la hipertensión a tiempo de salvarlos.
Pero por encima de todo se había sentido devorado por la culpa. Había jurado amar, respetar y cuidara Suzy y a su hijo, y había fallado.
Seguía llevando consigo aquel sentimiento de culpa como un peso muerto, aunque se había acostumbrado a él después de tanto tiempo que formaba parte de sí mismo.
Sabía que su muerte había sido culpa suya. Si hubiera ganado más dinero con el que cuidar de ellos, no habría ocurrido. Cuando apenas llevaba unos meses embarazada, había aceptado un trabajo en la construcción con seguro médico y después lo había abandonado por el modo abusivo en que la empresa trataba a sus trabajadores.
Había querido solicitar ayuda oficial, como habían hecho su madre, sus hermanas y todos aquéllos que vivían en los suburbios en los que ella había crecido, pero el orgullo de Pedro no se lo permitió. Le había prometido encontrar otro trabajo con seguro médico antes de que naciera el bebé, pero corrían tiempos difíciles y no lo había conseguido. Y por su orgullo y sus estúpidas convicciones, su esposa y su hijo habían fallecido.
Jamás podría perdonárselo.
Había jurado ante las lápidas de ambos que jamás permitiría que alguien volviese a depender de él. No se podía confiar en él, del mismo modo que él tampoco podría confiar en nadie más. Su niñez le había dado esa lección.
Había trabajado duro para obtener su título universitario en tres años haciendo dos cursos por año. Había utilizado el dinero que había conseguido arañarle al hospital como indemnización por su mala praxis para invertir en su primera empresa, una compañía de software de Silicon Valley con buenos productos pero mala gestión. En dieciocho meses había conseguido revertir aquella situación. Luego compró otra empresa, y otra, y no había dejado de hacerlo desde entonces.
Todas las empresas de su grupo proporcionaban amplias coberturas sanitarias a sus empleados, particularmente en obstetricia. Era una característica primordial en todas sus empresas.
El éxito que había alcanzado y el que le quedase por conseguir no acabaría con el sentimiento de culpa por aquellas dos vidas que dependían de él.
—¿Cómo se llamaba?
Parpadeó varias veces para volver del pasado y se encontró con que Paula lo miraba con compasión.
—Tu hijo —añadió al ver que no contestaba—. ¿Qué nombre le pusisteis?
—Susana quiso llamarlo Enrique.
No pensaba en su hijo con tanta frecuencia como pensaba en su mujer. La idea de tener un hijo le entusiasmaba en la misma medida que le aterraba, y la noticia le había hecho feliz porque Susana se había vuelto loca de alegría. Se deleitaba en la idea de traer una nueva vida al mundo: un pequeño milagro en sí mismo, teniendo en cuenta que su niñez rodeada de pobreza y desesperación podría haber hecho de ella una persona cínica.
Enrique Alfonso habría terminado el instituto aquel mismo año. Caer en la cuenta le había dejado atónito.
—Lo siento —dijo Paula, poniéndole una mano en el brazo, un gesto que fue como un bálsamo para él.
—Es como si hubiera ocurrido en otra vida. Yo era otra persona.
—Pero es una de las cosas que han hecho de ti el hombre que eres ahora, ¿no?
—Desde luego. Sin duda.
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