martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 32




—Mamá, Hernan se ha puesto delante de la tele y no nos deja ver. ¡Dile que se quite!


Paula cerró los ojos y se pidió paciencia. Miró la puerta cerrada de la cocina y luego al pequeño sofá y la chaise longue en la que estaban acomodados los niños frente al fuego, todos con el pijama puesto.


—Vamos, chicos. Hernan, deja de chinchar a tus hermanos. Me lo prometiste. Necesito que os quedéis ahí tranquilitos viendo a Rudolph durante un ratito, ¿vale? Enseguida llegará la tía Tere.


—Este programa es para niños —protestó Hernan.


—¿Qué dices? ¡Pero si es tu programa favorito!


—Anda ya. Es una bobada.


Miró a su hijo mayor. Era el líder de los pequeños. Si él se negaba a ver el DVD que les había traído podía encontrarse con un motín entre manos, lo que sería un absoluto desastre con las cientos de cosas que tenía que hacer antes de que, en cuestión de una hora, tuviera que servir el desayuno.


¿Cuándo se había vuelto Hernan tan mayor como para no gustarle una de las películas clásicas de Navidad? Sabía que estaba en una edad difícil para un chiquillo: con diez años no sabía si seguía queriendo ser niño o prefería pasar a la preadolescencia. Desde la muerte de su padre había intentado crecer más deprisa de lo necesario.


Estaba inmersa en el escenario que había querido evitar a toda costa: llevar a sus hijos a Alfonso's Nest mientras preparaba el desayuno para Pedro y sus invitados. Creía tenerlo todo previsto, ya que Erika se iba a quedar a dormir para poder cuidarlos durante la mañana.


Pero al llegar a casa la noche anterior su sobrina le había contado que se le había olvidado que debía cubrir el turno de una amiga en la entrega de periódicos y que no le quedaba más remedio que irse a casa. Esperaba tener el reparto terminado antes de que ella tuviera que irse a Alfonso's Nest, pero un rato antes la había llamado por teléfono para decirle que estaba tardando más de lo esperado por la nieve y que le costaría aún una hora más, de modo que se había encontrado cruzando los dedos en la esperanza de que la magia navideña de Rudolph los mantuviera entretenidos para que no se les ocurriera empezar a ir y venir por la casa.


Y de no ser por Hernan, así habría sido. Julia estaba profundamente dormida en un rincón del sofá y los otros dos seguían viendo la película, a pesar de que percibía cierta indecisión. Si Hernan declaraba la película de niños, Dario y Kevin preferirían caerse muertos antes que seguir viéndola.


De modo que echó mano rápidamente de su saco de técnicas de manipulación maternal y decidió que la diversión era la mejor táctica:
—Si no quieres ver la película, ¿por qué no me ayudas?


El chico fue a protestar, pero se contuvo.


—¿Me pagarás lo mismo que le estás pagando a Erika por cuidar de nosotros? Dice que está ganándose una pasta.


Paula sonrió.


—Eso depende de hasta qué punto seas capaz de ayudar. Mientras yo preparo los huevos, ¿por qué no vas pelando las naranjas para meterlas en la licuadora?


No parecía entusiasmado, pero al parecer unas monedas le resultaron más atractivas que ver la película con sus hermanos.


El tiempo pasó volando charlando de fútbol y de sus amigos, y antes de que se diera cuenta el reloj de la cocina le confirmó que eran las siete y diez, y los invitados de Pedro esperaban su desayuno en veinte minutos.


Tenía que darse prisa, pensó mientras llenaba una jarra de cristal con el zumo recién exprimido.


La puerta de la cocina se abrió de pronto y su atolondrado corazón le dio un brinco al ver a Pedro aparecer con vaqueros y un jersey color tierra. Traía el pelo mojado y se acababa de afeitar, y ella sólo fue capaz de pensar en la intimidad que habían compartido la noche anterior.


—¡Mamá, que se te cae el zumo! —exclamó Hernan


Miró hacia abajo y se dio cuenta de que se le había caído al menos un vaso de zumo al dejar que rebosara la jarra.


Paula enrojeció y echó mano del papel de cocina.


—Perdón —murmuró.


—¿Está listo el café? —preguntó Pedro.


—Debería —contestó incapaz de mirarle, pero tremendamente consciente de su presencia.


—Huele muy bien.


El también olía bien, a hombre ya...


«¡Basta!».


—Todo iba a estar preparado para las siete y media —dijo intentando parecer profesional mientras terminaba de recoger el zumo y se concentraba en el último artículo de su lista: unos bollitos con pasas que había añadido a última hora—. ¿Te parece bien?


—Todo el mundo se está levantando ya. Frederick ya está nadando. Queríamos estar en las pistas de Jackson a las ocho y media.


—A mí me encanta esquiar con tabla —intervino Hernan— Mi padre solía llevarme antes de morir, y estoy ahorrando para comprarme una nueva. Ya casi tengo suficiente.


Vaya, acababa de enterarse de ese plan de su hijo. Según tenía entendido, estaba ahorrando para asistir a un campamento de fútbol en Idaho al verano siguiente.


—Veo que tienes ayudantes hoy.


Paula lo miró brevemente intentando deducir cuál era su reacción ante la presencia de sus hijos, pero parecía impasible y distante.


—Sí. No he tenido otra elección, pero si es un problema para ti, puedes prepararte tú mismo los bollitos de pasas.


El enarcó las cejas.


—¿He dicho yo que sea un problema? Sólo estaba haciendo una observación.


No quería parecer a la defensiva o suspicaz, así que moderó su tono.


—Mi sobrina iba a cuidar de ellos esta mañana, pero ha surgido un problema y no llegará aquí hasta dentro... —consultó el omnipresente reloj— de quince minutos. Los chicos me han prometido portarse bien, y por ahora lo están haciendo estupendamente. Llevan aquí casi una hora y ¿a que ni sabías que estaban?


—No se ha oído ni una mosca —le aseguró, y se sirvió una taza de café.


De pronto se oyó una especie de gritito: Julia se había despertado y estaba a su lado. Llevaba puesto un pijama rojo y se sujetaba al pantalón de su madre con una mano mientras se frotaba los ojos con la otra.


—Hola, tesoro.


—Mamá, upa.


Paula tenía las manos y los antebrazos cubiertos de harina.


—Ay, cariño, ahora mismo no puedo. Espera un segundo, ¿vale?


—¡Mami, upa!


Su voz subió unos decibelios y los ojos empezaron a llenársele de lágrimas. Cuando se levantaba siempre quería que la tuvieran un ratito acurrucada en brazos antes de enfrentarse al nuevo día.


—¿Quieres venir conmigo? —le preguntó Hernan de mala gana.


—¡No, mamá!


Julia podía ser muy testaruda cuando se ponía a ello, igual que sus hermanos, y estaba pensando cómo terminar los bollitos con una sola mano cuando Pedro se acercó.


—Espera. Ven un poquito conmigo.


Dejó la taza y tomó a la niña en brazos.


Paula contuvo el aliento. Sin duda su hija se echaría a llorar al encontrarse en brazos de un extraño, pero aunque abrió los ojos de par en par por la sorpresa, no ocurrió nada más.


—Eh... gracias —le dijo, con una extraña tensión en el pecho al ver a su hija en sus brazos.


—Hola —le dijo la niña un instante después, componiendo su más adorable carita.


El pobre Pedro parecía no saber qué hacer con ella.


—Hola, guapa.


Julia le puso una mano en la mejilla.


—Sapo —declaró.


Paula no podía apartar la mirada de ellos. Pedro se quedó un poco sorprendido, pero luego sonrió a la niña, una sonrisa brillante que a la madre le hizo olvidarse hasta de su nombre.


—Gracias —contestó—. Tú sí que eres preciosa.


Estaba perdida...


Podía enfrentarse a un beso que le volviera las entrañas del revés. Podía protegerse contra los secretos revelados en la intimidad de la cocina mientras la nieve caía en el exterior.


Pero no tenía modo de proteger su corazón de un hombre que podía tener aquel aspecto tan absolutamente masculino y sexy, tan adorable, teniendo en brazos a uno de sus hijos.




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