martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 55





Mientras recogía los restos de papel de regalo y envoltorios de juguetes del salón, volvió a su imaginación el apasionante beso que se habían dado la noche anterior mientras las luces del árbol se encendían y se apagaban y en el exterior caían blandamente los copos de nieve.


¿Cómo iba a soportar su ausencia?


Se secó las lágrimas. Tendría que hacerlo como fuera. Tenía hijos que contaban con ella y no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por la autocompasión y la soledad. Con un suspiro fue a desenchufar el árbol de Navidad cuando de pronto se vio sorprendida por las luces de un vehículo que hendían la oscuridad de la noche.


El corazón comenzó a latirle con fuerza, pero frunció el ceño. Estaba demasiado oscuro para saber si se trataba de su monovolumen, aunque no se le ocurría que pudiera tratarse de otra persona.


Tampoco tenía ni idea del motivo por el que Pedro estaría allí a aquellas horas, pero la esperanza era siempre lo último que se perdía.


Un instante después llamaron a la puerta y con el corazón desbocado miró por la mirilla.


Pedro estaba al otro lado con su sombrero y el chaquetón de trabajo; venía cargado con una caja enorme y parecía preocupado.


Abrió de golpe la puerta.


—¡Pedro! ¿Qué te pasa?


—No había comprado nada para tus hijos —respondió él—. Déjame que lo pase dentro. Hay más en el coche.


Se sentía tan feliz por volver a verlo que a punto estuvo de salir a la pata coja sobre la nieve detrás de él.


—¿De dónde has sacado todo esto? —le preguntó—. Las tiendas cierran el día de Navidad.


Le dio la impresión de que se ruborizaba.


—En San Francisco.


—¿Qué? —preguntó con los ojos abiertos de par en par—. A ver si lo he entendido: has ido a San Francisco y has vuelto en el día.


—No es gran cosa, Pau. Sólo quería traeros algo que tuviera significado, y les había prometido a los chicos el prototipo del juego en el que estamos trabajando, así que me pasé por la oficina a recogerlo y he encontrado algunas cositas más que he pensado que pueden gustarles.


Había varias cajas enormes y tuvo qué preguntarse qué entendería él por algunas cositas más.


Se había pasado el día presa de la desesperación, pensando que no volvería a verle más que cuando la casualidad cruzara sus caminos, y ahora estaba allí, plantado en su salón, trayendo regalos para sus hijos y para ella.


—¿Por qué, Pedro?


—Quería hacer algo por ti y por los niños.


—Para eso no tenías que tomar un avión a San Francisco y volver en un día.


—Lo sé —admitió con un suspiro y por fin se decidió a mirarla—. Me había dicho a mí mismo que no podía volver. Y no iba a hacerlo, pero estaba en Alfonso’s Nest mirando tu casa por la ventana, el humo que salía por la chimenea, los niños jugando fuera con su ropa nueva de nieve y no pude soportarlo más. Tenía que alejarme de aquí, así que me subí al coche y antes de que pudiera darme cuenta me encontré en el aeropuerto sacando los billetes.


—¿Por qué no podías volver?


—Yo no estoy hecho para estar aquí contigo y con tu familia, Paula. Ha sido un breve interludio en nuestras vidas y ahora se ha terminado.


—Para mí no ha terminado, Pedro. Ni siquiera estoy segura de que pueda terminar nunca. No esperaba enamorarme de ti. Desde luego no quería que ocurriera. Me habías dicho que no buscabas familia, lo sé y lo acepto. Pero es que... quiero que sepas lo mucho que has llegado a significar para mí en estos últimos días. Para mí y para todos nosotros. Los niños te quieren y... y yo también.


Antes casi de que hubiera acabado la frase, él tomó su cara en las manos y la besó tan apasionadamente que el oxígeno que le quedaba en los pulmones desapareció.


La besó casi con desesperación y Paula se dejó envolver por la sensación al mismo tiempo que deslizaba el brazo bueno por dentro de su chaqueta para saborear su calor y su fuerza, y la felicidad y la paz que la invadían.


—Te quiero, Paula. Por eso me marché. Sólo he querido a otra mujer en mi vida y le fallé. Debía haber cuidado de ella y no fui capaz de hacerlo. Cuando Enrique y ella murieron, pensé que mi vida estaba acabada y me dije que si negaba la entrada a cualquier sentimiento profundo, si me centraba en mi negocio, podría protegerme del dolor de amar. Y las cosas iban bien, pero luego apareciste tú y me di cuenta de lo solo que estaba.


Paula lo abrazó con más fuerza, sorprendida y agradecida por las bendiciones que había derramado la vida sobre ella al permitirme amar a dos hombres tan maravillosos.


—Apareciste con tus rollitos, los niños y esa robacorazones de Julia, y mis defensas quedaron hechas pedazos.


—Ahora lo entiendo —sonrió—. Lo que de verdad te vuelve loco son mis rollitos de espinacas.


El se echó a reír y fue el sonido más dulce que había oído en su vida.


—Y tu tarta de queso. Y tus crostinis. Y tus vasos de leche con cacao y crema. Y tus...


Pero ella le quitó el sombrero de las manos y volvió a besarle.


Pedro se sentó en el sofá y la acomodó sobre sus piernas, y con las luces del árbol encendiéndose y apagándose, con el crepitar de las llamas en la chimenea, Paula recordó su deseo de que aquella Navidad fuese mágica para su familia.


Jamás se habría podido imaginar a sí misma en brazos de Pedro con aquella felicidad cegadora. 


Ahora, por fin, todo era perfecto.




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