martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 44
¿Cómo era posible que un hombre resultara tan completa y adorablemente masculino mientras intentaba descubrir el modo de ponerle el pañal a una niña?
Paula se había sentado en la silla de la cocina que le había llevado Pedro y desde allí intentaba supervisar y dirigir la operación, algo que resultó más difícil de lo que había imaginado. Hablaba en serio al decir que no sabía lo que hacía.
Estar sentada sin poder hacer nada resultaba frustrante... aunque también un poco divertido, la verdad.
—No, el adhesivo queda en la parte de atrás. Tienes que deslizar ese lado debajo del culete y luego tirar de los extremos para que se unan por delante. Sí, así. ¡Ya está!
Parecía ridículamente satisfecho del logro, aunque el pañal hubiera quedado algo torcido y seguramente la cuna de Julia quedase empapada durante la noche, pero había aprendido en su matrimonio que el modo más fácil de conseguir que su marido no ayudase era criticar todo lo que hacía, o aún peor: ir por detrás y rehacer las cosas hasta dejarlas a su entera satisfacción.
En aquel momento se estaba peleando con el pijamita rosa de cuerpo entero hasta que ella le explicó que lo mejor era ponerle primero el pie que no tenía cremallera, luego el otro y los brazos lo último. Cuando subió por fin la cremallera, Julia palmoteo encantada y le dedicó una desdentada sonrisa, y el bueno de Pedro se quedó tan hipnotizado que no le quedó la menor duda de que su hija lo había embrujado.
Por otro lado consideró todo un milagro que sus hijos se ducharan y se pusieran los pijamas sin convertir la casa en un campo de batalla. Sin embargo sí discutieron sobre a quién le tocaba abrir el cuento del que tenían que leer aquella noche y cuya cubierta había tapado su madre.
Resultó ser uno de sus favoritos: Cómo el Grinck robó la Navidad.
—¿Seguro que te encuentras bien? ¿Quieres que se lo lea yo?
—De eso nada. Es mi momento favorito del día.
Paula se sentó en el sofá junto a la chimenea del salón con Julia en el regazo y los chicos arremolinados a su alrededor. Pedro se acomodó en la mecedora que había junto al árbol de Navidad.
La niña se quedó dormida antes de que hubiera llegado a la mitad del cuento, y el peso cálido de su cuerpecito era todo un consuelo. Aunque no había un solo miembro que no le doliera, daría lo que fuera por que la paz de aquel momento durase para siempre.
Miró a Pedro y lo encontró observándola con sus insondables ojos azules.
Era extraño, pero tenerle allí le resultaba de lo más natural.
Extraño, no; ridículo. No debía estar allí. Él era Pedro Alfonso, de Alfonso Enterprises, dueño de un avión privado, mientras que ella tenía una furgoneta con los neumáticos sin dibujo ya. Sólo le estaba haciendo un favor por su accidente y haría bien en no darle más importancia.
Terminó la última página y cerró el libro.
—¡Ya casi nos hemos leído todos los cuentos! —exclamó Kevin—. ¡Eso quiere decir que Papá Noel llegará mañana por la noche!
Paula hizo una mueca al pensar en todos los regalos que aún tenía por envolver y todos los calcetines que debía llenar.
—Lo sé. Mañana tendremos mucho que hacer para preparar su llegada y voy a necesitar la ayuda de todos vosotros.
—¿Y él va a estar aquí mañana por la mañana? —preguntó Hernan haciendo un gesto con la cabeza hacia Pedro.
—Supongo que con ese «él» te refieres al señor Alfonso, que ha sido amabilísimo con nosotros, que os ha preparado la cena y que ha jugado a la Wii con vosotros, ¿no?
—Sí. A él.
Miró a Pedro, pero éste no parecía molesto por la grosería de su hijo.
—No lo sé. Ya veremos lo que ocurre mañana. Por ahora, todo el mundo a dormir. Quiero que recéis y que apaguéis enseguida la luz.
Protestaron un poco, pero las protestas cesaron con un carraspeo de Pedro. ¿Cómo demonios lo conseguía?
—Déjame que la lleve yo a la cama —se ofreció.
No podía decir que no.
—Gracias. No sé si podría hacerlo sólo con una mano.
—Desde luego con la muleta, no.
Tomó a la niña en brazos con un poco de torpeza y Paula sintió el calor de sus manos al rozarle accidentalmente el pecho.
—¿Cuál es su habitación?
—La de color rosa. Es la primera puerta a la izquierda.
Ver a Pedro, tan grande y torpe con los niños, llevar a su pequeña en los brazos con tanta ternura le hizo un nudo en la garganta.
No iba a poder subir a la pata coja la escalera, así que decidió subir peldaño a peldaño sentada y marcha atrás.
Salía de la habitación de la niña cuando ella alcanzaba el descansillo.
—¿Se puede saber qué haces? —espetó, frunciendo el ceño.
—Necesito darles las buenas noches.
Elevó al cielo la mirada, pero la ayudó a ponerse de pie. Cojeando entró en la habitación de Kevin y Dario y los besó a ambos antes de cruzar el pasillo hasta la de Hernan, repleta de pósteres de fútbol, Y mientras lo tapaba y le daba su beso se preguntó cuánto tiempo más le permitiría hacerlo. Ya era casi un adolescente. Ojalá siguiera permitiéndoselo siempre.
—Buenas noches, amigo. Gracias por tu ayuda. No sé qué habría hecho sin ti —le susurró al oído, y el chiquillo enrojeció un poco. Le había gustado que se lo dijera.
—No voy a permitir que bajes las escaleras con una sola pierna —le advirtió Pedro cuando cerraron la puerta de la habitación de Hernan.
Y sin más la tomó en brazos y la llevó escaleras abajo con una sorprendente facilidad y sin que su respiración se resintiera.
Ya se le había alterado a ella lo bastante, pensó.
No quería admitir lo maravillosamente que se sentía así, mimada y contemplada.
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