martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 51
Paula subió casi sin apoyar el pie del esguince y él la siguió mientras pasaba de habitación en habitación rezando con los niños y dándoles un beso de buenas noches.
A continuación llegó el turno de Julia. La dejó en su cuna y Paula la arropó, pero cuando iba a salir de la habitación la niña le tendió los brazos.
—¡Beso!
Se quedó parado en seco y volvió junto a la cuna. La niña le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un beso en la mejilla. Fue como si le sacara el corazón del pecho y se lo guardara bajo la almohada.
—Benas noches...
—Buenas noches —contestó él.
Paula sonrió mirándole como si supiera lo que le estaba pasando y, tras despedirse de su hija y poner una nana bajita, apagó la luz.
Cojeando emprendió el camino de vuelta a la escalera y Pedro, con un suspiro, la tomó en brazos como había hecho con la niña.
Bajó la escalera y la dejó en el sofá.
—¿Y ahora qué? —preguntó con brusquedad.
Ella sonrió, aunque parecía cansada.
—Ahora hay que esperar.
—¿Esperar a qué?
—A que todos se duerman, pero siendo Nochebuena pueden tardar una eternidad. No obstante, saben que Papá Noel no vendrá hasta que se hayan dormido —hizo una pausa—. ¿Quieres un vaso de leche caliente mientras esperamos?
No es que le gustara demasiado la leche, pero tener algo en las manos le ayudaría a distraer el deseo que le acuciaba de tocarla.
—Voy a pasarme a ver a Paty antes.
—¿Puedo hacer algo?
—Relajarte un poco mientras.
Pedro asintió y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. No tenía ni idea de lo agotador que podía resultar ocuparse de una familia. Llevaba en pie desde antes de las siete y no había dormido demasiado en aquel sofá.
El árbol de Navidad se reflejaba en los cristales de la ventana y unos villancicos instrumentales sonaban bajito en los altavoces del equipo de música. ¿Qué demonios le estaba pasando?
Debió de quedarse dormido un momento porque le despertó el olor del chocolate, la vainilla y la canela de lo que Paula estaba preparando.
—Perdona, no quería despertarte —dijo con una sonrisa—. Puedes volverte a dormir.
—No, no —contestó, preguntándose cuánto tiempo llevaría observándolo—. ¿Cómo está Paty?
—Bien. Estaba ya casi dormida. A veces se me olvida lo agotadores que pueden ser los niños cuando no se está acostumbrado.
No le hacía gracia pensar que poseía el mismo nivel de energía que una septuagenaria víctima de un ataque.
—Siéntate y pon la pierna en alto —ordenó.
Paula obedeció con tanta prontitud que supo que debía dolerle.
—He dejado los vasos en la cocina. Me ha dado miedo que se me cayeran en la alfombra.
—Yo los traeré.
Los encontró junto al fogón. Por supuesto, aquello no eran dos vasos de leche con cacao sin más, sino un preparado espeso, oloroso, coronado con crema batida y decorado con fideos blancos y rojos de chocolate.
Moviendo la cabeza los llevó al salón. Paula había puesto el pie en alto y dejó un vaso a su lado.
—Gracias.
Qué agradable era estar allí los dos, el fuego y el árbol de Navidad. Era incluso demasiado agradable, porque empezaba a desear levantarla del sofá y colocarla sobre sus piernas.
—Háblame de cómo era la Navidad cuando eras pequeña.
Despaciosamente comenzó a hablarle de su niñez, de sus padres que la mimaban, de su hermano, de las Navidades en las que celebraban grandes y ruidosas fiestas con toda la familia.
El escuchaba y de vez en cuando le hacía preguntas para que siguiera hablando y no le preguntara por las suyas.
Un tiempo después quedó en silencio.
—Soy peor que Kevin. Lo siento, no quería darte la plasta.
—No lo has hecho —contestó con sinceridad. Le gustaba que le contara cosas. Aunque hubiera estado leyéndole frases de un libro de cocina seguro que se sentiría igualmente hipnotizado.
Ella lo miró y algo cambió en sus ojos, una luz apacible que lo dejó sin respiración. Una corriente crepitaba entre ellos y sintió la inconfundible quemazón del deseo en el calor de la sangre y el zumbido del pulso en sus oídos.
Paula puso entonces la mirada en el árbol de Navidad.
—Creo que ya estarán dormidos. Ha pasado una hora.
¿Tan rápido?
—Será mejor que me asegure.
—Tú quédate aquí, que ya voy yo.
Subió la escalera y fue pasando de habitación en habitación buscando signos de actividad.
Todos tenían los ojos cerrados y la respiración uniforme. Claro que siempre cabía la posibilidad de que alguien estuviera fingiendo, así que se pasó un momento más en la habitación de Kevin y Dario, intentando descubrir si Dario tenía un libro abierto bajo la ropa de la cama.
—Todos están dormidos —le dijo a Paula al volver a bajar.
—Ahora empieza la diversión. Me temo que vas a tener que hacer tú la mayor parte del trabajo.
Tuvo que bajar varias veces al sótano para subir los regalos de los escondites, incluidos los que había envuelto la noche anterior.
Paula se sentó junto al árbol y los fue colocando todos: luego llenó los calcetines. El aire estaba impregnado del olor de la leña de manzano, además del olor a canela de los adornos y el intenso perfume del árbol.
—Creo que esto es todo —dijo un rato después mirando a su alrededor—. Está bonito, ¿verdad?
—No creo que haya otros cuatro niños con una Navidad mejor —le dijo con absoluta sinceridad.
Ella sonrió y con ellos se iluminó la noche.
—Tengo que decirte una cosa.
El no dijo nada. Esperó a que continuase.
Un momento después suspiró.
—Llevo semanas temiendo que llegue esta noche. En realidad supongo que forma parte de todo.
Pedro parpadeó sorprendido. Mirara donde mirase, se veía que había estado planeando aquella noche desde hacía mucho tiempo.
—¿Temías que llegase?
—No me mal interpretes. Estoy deseando que amanezca. Pero no quería estar sola cuando los niños estuvieran acostados mientras yo preparaba lo de Papá Noel. Me ha ayudado muchísimo que estuvieras aquí.
La sonrisa le tembló algo, pero rápidamente se repuso.
—Y no sólo por lo que has cargado, que también.
Lamentó en lo más hondo todo lo que había perdido y el valor que había sido necesario para reorganizar las tradiciones de la familia sin su marido.
—Gracias por dejarme formar parte de todo esto —le dijo.
Ella no contestó, pero casi sin darse cuenta, se acercó y le besó.
Tenía unos labios suaves y la boca le sabía a cacao y menta. Fue un beso de gratitud y se obligó a permanecer quieto a pesar de las emociones que lo sacudían, que los envolvían en la quietud de la noche, y deseó que el beso durara para siempre.
Por fin se separó con una trémula sonrisa y en sus ojos vio el brillo de las luces del árbol.
—Buenas noches, Pedro. Feliz Navidad.
—¿Podrás subir las escaleras? —preguntó con voz áspera.
Ella asintió y, desde el primer peldaño, lo miró un instante más antes de iniciar la subida.
Pedro permaneció sentado en el salón durante un rato contemplando el fuego y los reflejos de las luces de árbol en los cristales.
Pronto tendría que marcharse. Demasiados muros erigidos con esfuerzo alrededor del corazón se estaban viniendo abajo. Necesitaba tiempo y distancia para poder ganar perspectiva.
Costara lo que costase.
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