martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 45
Era natural. Llevaba sola dos años, en los que se había visto obligada a confiar sólo en sí misma para todo lo relacionado con las necesidades de su familia, desde cortar el césped, llevar el coche a reparar o arreglar un grifo que goteaba. Tener la oportunidad de delegar alguna responsabilidad en otra persona no le hacía demasiada gracia, pero se sentía incapaz de evitarlo.
Una vez abajo, la llevó al sofá que ocupaba antes y Paula se obligó a recordar sus palabras de aquella misma mañana, que a aquellas alturas parecían casi de otra vida.
No era la clase de mujer que él quería. Se lo había dicho con tanta claridad y rotundidad que no podía olvidarlo.
—¿Dónde quieres que me acueste yo?
—Eso es una tontería, Pedro. No es necesario que te quedes. Hernan, Dario y yo podremos ocuparnos de lo que surja. No necesito una canguro.
El suspiró.
—¿De verdad vamos a tener que hablar de ello otra vez? Has pasado por una conmoción, tienes una muñeca rota y un esguince en un tobillo. ¿Cómo voy a poder dejarte aquí sola con cuatro críos, teniendo en cuenta además que te tienes que tomar los calmantes a su hora? ¿Quieres decirme dónde me acuesto?
Iba a discutir su decisión, pero no parecía dispuesto a dejarse convencer. Y aunque le costase trabajo admitirlo, se sentiría más cómoda si había otro adulto en la casa. Los calmantes la habían dejado un poco atontada y no podía subir y bajar la escalera si ocurría un incendio, Dios lo impidiera. De modo que tuvo que tragarse el orgullo y aceptar la ayuda que se le ofrecía.
—Hay una habitación de invitados al lado de la cocina. Es la que usa mi suegra cuando viene.
Algo más de lo que tendría que ocuparse al día siguiente, pensó.
—Perfecto.
Y se sumieron en un silencio interrumpido sólo por el crepitar de la leña en el hogar. Seguía nevando fuera. La escena habría sido idílica de no ser por las corrientes subterráneas que circulaban entre ellos. No podía dejar de pensar en el beso que habían compartido aquella mañana en la cocina, ni en la devastadora escena que había tenido lugar a continuación.
—Está bien —dijo él de pronto—. Suéltalo ya. Es evidente que andas dándole vueltas a algo.
Paula se sonrió.
—Vaya, ¿ahora eres también mi psiquiatra?
—Hay que ser un poco adivino cuando uno se dedica a comprar y vender tecnológicas —contestó encogiéndose de hombros— Pero no hace falta ser psiquiatra para ver que andas dándole vueltas a la cabeza. Tienes una cara muy expresiva, ¿sabes?
¿Qué más habría leído en su cara?, se preguntó. ¿El calor lento que era incapaz de controlar delante de él?
—Jose me decía que era la peor jugadora de póker de todo Idaho.
—Por lo menos deberías jugar tus cartas, Paula. ¿Qué te preocupa?
Por supuesto no podía decirle qué era lo que andaba pensando, así que rápidamente inventó:
—Eh... me estaba preguntando cuánto tiempo tardarán los chicos en dormirse. Hernan y Kevin suelen quedarse fritos en cuanto apagan la luz, pero a Dario le gusta ponerse a leer bajo las sábanas hasta que le pillo y le obligo a apagar la linterna.
—¿A quién se parece en eso? ¿A su padre o a su madre?
—A mí. Yo hacía lo mismo. Aún hay noches en las que no duermo si tengo un buen libro entre las manos —hizo una pausa, y algo en la intimidad de la noche le hizo añadir—: me ayuda a mantener a raya a la oscuridad.
Sus facciones reflejaron compasión y se arrepintió inmediatamente de sus palabras.
—En fin... aún me queda por envolver algunos regalos. Necesito asegurarme de que los chicos están bien dormidos antes de sacarlos.
—¿Y cómo esperas envolverlos? —preguntó él con ironía—. ¿Con los dientes?
El dolor del brazo creció como si hubiera comprendido sus palabras y se miró la escayola consternada.
—Ay, Dios, no me había dado cuenta.
—Yo te ayudo. No te garantizo el resultado, pero haré lo que pueda.
—No puedo pedirte que lo hagas. Ya me has ayudado bastante. Algo se me ocurrirá. A lo mejor Papá Noel ha decidido no envolverlo todo este año.
Pedro hizo un gesto de impaciencia.
—¿Dónde tienes los regalos y el papel de envolver?
No había modo de hacerle cambiar de opinión cuando estaba decidido, y Paula tuvo que admitir la derrota.
—Antes hay que asegurarse de que nadie va a aparecer de pronto en la escalera. Esperemos un poco y luego te diré dónde está mi escondite secreto.
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