martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 48






El olor a café y a algo delicioso la arrancó del suelo a la mañana siguiente.


Arrugando la nariz recuperó la consciencia y se preguntó por qué reinaría una paz tan absoluta en su habitación. Normalmente era el despertador o uno de sus cuatro hijos los que la despertaban.


¿Qué se traerían entre manos? A lo mejor habían decidido dejarla dormir un poco más. 


Qué maravilla. Abrió un ojo, miró el despertador y de un tirón apartó la ropa de la cama y se incorporó. ¡Las ocho y media! ¡Nunca dormía hasta tan tarde!


Se levantó de la cama y un penetrante dolor le laceró la pierna izquierda al mismo tiempo que una insistente palpitación le despertó el brazo.


Ah. Recordó haberse caído por las escaleras de Alfonso's Nest el día anterior y ver las radiografías en la consulta de Jeronimo: recordó también que Pedro la había traído a casa, les había preparado macarrones con queso a sus hijos y le había ayudado a envolver los últimos regalos.


Debía de ser él también quien había puesto la cafetera. ¿De dónde provendrían el resto de olores que emanaban de la planta baja? Los niños debían de haberse levantado ya, sobre todo siendo la mañana del día de Nochebuena. 


¿Cuánto tiempo llevaría lidiando solo con ellos?


Cojeó hasta entrar en el baño para asearse, lamentando no poder meterse bajo la ducha, y se pasó diez minutos intentando hacerse la coleta con una sola mano antes de rendirse y terminar apartándoselo de la cara con una diadema roja que hacía juego con la camisa.


Volvió al dormitorio y al abrir la puerta se encontró con un enorme cartel escrito en gruesa letra negra. Decía:
No bajes sola las escaleras. Yo lo haré. 


La palabra «no» estaba subrayada tres veces.


Paula se quedó mirándolo apoyada en un solo pie. Seguramente debería llamarle, pero recordar el tiempo que había pasado en sus brazos, cómo había tenido que resistir el deseo de apoyarse en su pecho, de rodearle el cuello con los brazos y abrazarle...


Se había sentido tan delicada, tan mimada en sus brazos que no quería acostumbrarse a la sensación, menos aún cuando él no tardaría en volver a California y a su vida real.


Se sentó con cuidado en el primer peldaño y bajó despacio las escaleras. Luego se dirigió a la cocina. Cuanto más se acercaba al centro de la casa, más se le llenaba de saliva la boca.


Se detuvo en la puerta y contempló boquiabierta a sus hijos sentados todos a la mesa mientras Pedro sacaba un plato del microondas.


—¡Caramba! ¿Qué es todo esto?


Pedro se volvió y frunció el ceño.


—¿Por qué has bajado la escalera? ¿Es que no has leído el cartel?


—Sí, pero es que olía tan bien aquí abajo que he tenido que obedecer a mi nariz.


—¡Mamá, Papá Noel llega esta noche! —exclamó Kevin, y los ojos le brillaron más que las luces del árbol de Navidad.


—¡Papá Nel! —repitió Julia, y golpeó la bandeja de su trona con la cuchara.


Hasta la niña estaba vestida con unos vaqueros y una sudadera, y sintió un estremecimiento de ternura al pensar que Pedro debía de haber buscado la ropa, quitado el pijama y el pañal sucio y que la había bajado a la cocina para desayunar.


Entonces lo miró, tan fuerte y masculino en aquella cocina llena de niños y el corazón le dio un brinco en el pecho.


Ay, Dios, se había metido en un lío con aquel hombre.


—Lo sé —dijo, sonriendo a todos sus hijos—. ¿Podéis creeros que esté ya tan cerca?


Todos le devolvieron la sonrisa, incluso Hernan. 


Por primera vez miró lo que tenían en el plato y se quedó con la boca abierta: bollitos de pan, jamón y una especie de huevos revueltos que le resultaban familiares.


—¿Cómo has preparado todo esto? —le preguntó—. Creía que no sabías cocinar.


—Y no sé, pero el microondas no tiene secretos para mí. Cuando esta mañana andaba dándole vueltas a qué preparar para desayunar, me acordé de todo lo que había en Alfonso's Nest de la visita de los Hertzog, así que los chicos y yo nos hemos hecho una escapada y hemos saqueado el frigorífico.


¿Y ella no se había enterado de nada? ¡Increíble!


—Mamá, ¿sabías que Pedro tiene una piscina y un jacuzzi dentro de su propia casa? —le preguntó Hernan.


—Sí. Lo vi cuando fui a cocinar para sus invitados.


—Dice que podemos usarla cuando queramos, incluso hoy. ¿Podemos ir, mamá? —preguntó Dario.


Recordaba con toda claridad el día en que le había ordenado que mantuviera a sus hijos lejos de su propiedad, un día del que apenas había transcurrido una semana, y ahora los invitaba a utilizar su piscina cuando quisieran... un cambio imposible de asimilar.


—El señor Alfonso está siendo muy amable.


—Entonces ¿podemos ir? —intervino Kevin.


Pensó en todas las cosas que tenía planeadas para el día de Nochebuena, e ir a nadar a Alfonso's Nest no era de ningún modo una de ellas. Por otro lado, parecían casi tan excitados ante la posibilidad como lo estaban la mañana de Navidad.


—Ya veremos. Tenemos que ir a Idaho Falls a recoger a la abuela, ¿os acordáis?


Además tendría que dar con el modo de convertir el festín que tenía planeado para Navidad en algo más manejable para una persona con un solo brazo y una sola pierna.


—¿Habéis dado de comer a los animales?


—Aún no —contestó Hernan—. Íbamos a hacerlo después de desayunar.


—Y hablando de desayunos, aquí está el tuyo —intervino Pedro, poniéndole un plato delante con una reverencia tan exagerada que Dario y Kevin se echaron a reír.


Los chiquillos terminaron de comer unos minutos después y se levantaron.


—Si nos damos prisa con los animales, tendremos más tiempo para nadar antes de ir a buscar a la abuela —dijo Dario.


Paula decidió no puntualizar que aún no había accedido a lo de la piscina, aunque se imaginaba que iba a tener que enfrentarse a un enfado monumental si no accedía sólo porque no formaba parte del plan.


Los niños salieron corriendo al vestíbulo donde tenían los impermeables y las botas y, a excepción de Julia, Paula se quedó sola con Pedro.


—Muchas gracias por el desayuno —le dijo.


—Me has robado la frase porque fuiste tú quien lo preparó. Yo sólo lo he calentado.


Quedaron ambos callados y Paula se dio cuenta de que su deuda con él cada vez era mayor


Pedro, no tienes por qué quedarte hoy aquí. Podemos arreglarnos, de verdad. Ya no me siento desorientada por la conmoción, y sé que éste no es el modo en que habías pensado pasar las vacaciones.


—Desde luego ni en un millón de años me habría imaginado este escenario, pero tampoco está tan mal.


Parecía sincero.


—Bueno, el otro factor es mi suegra. Puede que ella sí que te haga cambiar de opinión.


—Ah, la famosa Paty.


—Viene todos los años desde que Jose y yo nos casamos. Incluso después de trasladarse al apartamento de la ciudad, siguió viniendo aquí en vacaciones. Esta fue su casa durante treinta años, y por estupendo que pueda ser el centro asistido de Idaho Falls en el que vive, no me siento capaz de dejarla allí en Navidad.


El la miró un segundo y asintió.


—Pues claro que no puedes. Iremos a buscarla.


Esperaba que le rebatiera la idea de tener invitados estando imposibilitada y que lo hubiera aceptado sin reticencias le había dejado desorientada.


—¿Así sin más? No tienes ni idea de cómo es.


—Tú eres su familia y ella forma parte de la tuya. Si quieres que esté aquí, iremos a buscarla. ¿Crees que podrás aguantar el coche hasta Idaho Falls? Aunque me acompañen los niños, no sé si podré convencerla de que se venga conmigo.


Paula sonrió y se habría abalanzado sobre él para besarle de haber podido hacerlo.


—Eres un hombre increíble, Pedro Alfonso. Tienes un corazón compasivo, pero te gusta mantenerlo oculto.


Sus palabras lo dejaron boquiabierto, pero antes de que pudiera contestar sonó el teléfono.


—Debe de ser el doctor Dalton —dijo Pedro—. Hace un rato que llamó para ver qué tal estabas. Le dije que seguías dormida y dijo que volvería a llamar más tarde para ver a qué hora podía pasarse a verte.


Casi se había olvidado de sus heridas, principalmente por la presencia de Pedro.


—Otra cosa que tendremos que encajar en el día de hoy —dijo descolgando el teléfono.


Con qué naturalidad habían pasado a hablar incluyéndose el uno al otro. Mejor no olvidarse de que su presencia era temporal, por mucho que empezara a preocuparle el deseo de que fuese de otro modo.



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