martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 53
La mañana del día de Navidad en casa de los Chaves resultó una experiencia inolvidable. Fue imposible no dejarse arrastrar por la alegría de los niños mientras abrían sus regalos y se maravillaban con todos ellos, desde el cuento que les habían dejado en los calcetines hasta el iPod que al parecer Hernan había puesto el primero en la carta.
A su vez ellos le dieron a Paula pequeños presentes que habían hecho en el colegio y un jersey y unos pendientes nuevos que la tía Tereresa les había ayudado a comprar. También tenían regalos para su abuela, pequeñas tonterías y fotos cuyos marcos habían pintado ellos mismos y que decorarían la pequeña habitación de la residencia.
Dario, que había ido entregando los regalos de los adultos, dejó unos cuantos en manos de Pedro.
—Son de parte nuestra —dijo al ver que Pedro se quedaba mirándolos sin hacer nada.
—No teníais por qué hacerlo.
—Pero hemos querido —le aseguró Paula—. Los niños y yo queríamos darte las gracias por lo mucho que nos has ayudado estos últimos días.
Todos sonrieron y Pedro tuvo que bajar la mirada. Eran tres regalos los que tenía, todos envueltos bastante torpemente. Paula no podía haberlo hecho con la mano escayolada, así que debía de haber sido cosa de los niños.
El primero que escogió pesaba. Lo sopesó en las manos y frunció el ceño intentando averiguar qué podía ser.
—¿Es una piedra?
Kevin se echó a reír.
—¡Ábrelo! ¡Ábrelo!
Quitó el papel con cuidado, consciente del sabor del momento. Debajo había una caja de cartón marrón. La abrió y se echó a reír.
—¡He acertado! ¡Es una piedra!
—Es un fósil —le corrigió Dario—. Lo consultamos después de encontrarlo y es una trilobita. Es bonito, ¿eh?
—Hemos pensado que puedes usarlo como pisapapeles si quieres —intervino Hernan.
—Lo encontramos en el arroyo que va por encima del río hace unos veranos —explicó Paula—. Abundan los fósiles por allí.
—Si quieres podemos llevarte algún día —dijo Dario.
Pedro estaba muy conmovido.
—Me gustaría mucho.
—¡Egalo! ¡Egalo! —intervino Julia señalando los paquetes que aún le quedaban por abrir. El siguiente era cilíndrico y ligero y prefirió no hacer conjeturas.
Era una lata de sopa forrada con cinta de carrocero a la que le habían aplicado una especie de pasta marrón brillante que la hacía parecer de cuero.
—¿Cuándo habéis tenido tiempo de hacer todo esto? —le preguntó a Paula sorprendido.
—Cuando volviste a Alfonso's Nest ayer para hablar con Nicolas Parker mientras el doctor Dalton estaba aquí. Entonces lo hicimos.
Tuvo que carraspear por la emoción que se le agolpaba dentro generada por aquel humilde bote de lápices.
El tercero resultó ser el más inesperado. Era del tamaño de un manojo de cartas de baraja y más o menos del mismo tamaño. Cuando quitó el papel, se encontró con una caja blanca en cuyo interior, sobre un lecho de tela de algodón, había un adorno para camisas al modo de los que llevan en el oeste, con dos cuerdas de cuero negro unidas en un broche en el que habían engastado una piedra verde iridiscente.
—Era de mi padre —dijo Hernan—. Tenía muchos. Los coleccionaba y a éste se le había caído la piedra. Mi madre lo iba a tirar, pero cuando ayer buscábamos algo que regalarte, se acordó y lo arreglamos con esta piedra.
—La piedra es jaspe y lo recogimos en el rancho—le explicó Paula— Lo encontramos hace varios años en la colina que hay justo enfrente de tu casa. Siempre me ha parecido preciosa. Los chicos y yo pulimos unas cuantas hace unos años y la tenía guardada en el joyero esperando poder hacer algo con ella algún día. Queda perfecta, ¿no te parece?
Pedro no era capaz de hablar. Las emociones le ahogaban.
Miró a Paula, tan encantadora, tan brillante, y a sus hijos, todos observándole con sus ojos verdes tan parecidos al color de la piedra, y la garganta se le cerró por completo. Y para colmo, sintió que le ardían lágrimas en los ojos.
Tuvo la certeza de que todas las protecciones que con tanta dedicación había construido alrededor de su corazón habían quedado derretidas como la nieve bajo el sol abrasador del verano.
A pesar del tiempo que habían dedicado a los preparativos de la Navidad, y a que Paula tenía la muñeca rota y un esguince de tobillo, habían tenido tiempo para hacerle aquellos preciosos regalos.
No podía comprenderlo.
Los quería. A todos ellos.
Y muy especialmente a su madre. Ella lo había besado, había reído con él, había compartido sus secretos, y él se había enamorado hasta las cejas de su dulzura, de su ternura, del cuidado que dedicaba a todos y cada uno aun estando lesionada.
Su mirada se encontró con la de Paula. Su sonrisa había desaparecido y lo observaba con atención y no sin desconfianza, y no consiguió tranquilizarla, sonreír y fingir que todo iba bien porque no era así. La quería, y deseaba tener todo aquello con tanta intensidad que estaba sintiendo un agudo dolor en el pecho.
Respiró hondo. ¿Cómo había permitido que ocurriera algo así en tan pocos días? Se había pasado prácticamente la vida entera protegiéndose precisamente de una situación así, tratando de impedir que sus sentimientos llegaran a ser intensos, que una situación pudiera hacerle sentir aquel dolor intenso y amargo en el pecho, como si le hubieran arrancado el corazón y lo arrastraran por el terreno.
No podía soportarlo. De pronto se sintió como si volviera a tener siete años, viviendo en un albergue para indigentes, preguntándose qué habría hecho que fuese tan terrible para que Papá Noel se olvidara una vez más de él, aunque había rezado con toda devoción y había intentado ser bueno.
Pero peor aún era su recuerdo de los diez años, después de haber pasado doce meses en casa de sus abuelos y haber experimentado en carne propia lo hermosa que podía ser la Navidad.
Su madre lo había apartado de todo aquello y cuando llegó la Nochebuena, estaba demasiado drogada para recordar siquiera que él estaba allí. Había calentado la última lata de sopa que había en la casa y se la tomó llorando, aunque tenía ya diez años y era demasiado mayor para llorar, recordando el festín que su abuela había preparado el año anterior.
Toda su vida había temido que la siguiente Navidad y todos los veinticinco de diciembre fueran así, pero ahora tendría el día perfecto pasado en compañía de la familia de Paula para comparar.
La ruidosa, caótica y maravillosa familia de Paula.
El año que aprendió lo que significaba formar parte de una familia.
Lo que significaba amar.
Los años se extendían frente a él, desnudos y fríos, y no supo qué hacer.
—¿No te gustan? —oyó preguntar a Kevin, y sólo entonces se dio cuenta de que debía llevar un buen rato contemplando en silencio los regalos.
Levantó rápidamente la cabeza y se encontró con que lo estaban observando con expresiones encontradas y distintas: Paula lo miraba preocupada, y los chicos, unos cautos y otros heridos.
Carraspeó. Tenía que decir algo. No podía dejarlos así.
—Me encantan. Todos ellos. El bote para los lápices y el pisapapeles van a ir derechitos a mi mesa de trabajo en Alfonso Enterprises y me pondré la corbata el primer día que vuelva a trabajar. Muchas gracias a todos.
Los muchachos aceptaron sus palabras sin más, pero Paula siguió observándolo preocupada.
Pedro se obligó a sonreír, aunque seguro que la alegría no le llegó a los ojos. No podía permitir que aquella familia le llegara más al fondo del corazón. Ya le iba a doler una barbaridad seguir adelante sin ellos.
Al poco de iniciar su carrera aprendió que siempre llegaba un momento en el que un hombre debía cortar ataduras y alejarse mientras pudiera.
Ese momento había llegado.
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