martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 25




Había olvidado la intensidad que podía desprenderse de un beso. Aunque el único punto de contacto eran los labios, todo su cuerpo parecía haber cobrado vida, como si todo lo que le hacía mujer hubiera estado durmiendo desde la muerte de su marido.


Todos sus sentidos se agudizaron. Sentía el calor palpitando por sus venas, oía el sonido rasposo de su respiración, notaba el calor que emanaba de su cuerpo. Olía maravillosamente a una mezcla de jabón y loción de afeitar con notas de bergamota y madera, y algo más, muy masculino.


Olía muy bien, pero sabía todavía mejor: a café, canela y algo más que no podía identificar.


Era una mezcla adictiva, sensual y seductora que le hacía sentirse como un plátano flambeado, como si todo en su interior se estuviera caramelizando y dulcificando con su contacto.


Lo más fascinante de todo era que estando en sus brazos no se sentía como una viuda joven o la madre de unos cuantos niños. Era sólo Paula, una mujer con sueños, esperanzas y deseos propios.


Hacía tanto tiempo... había olvidado cómo el contacto con un hombre podía hacerle perder la cabeza y que las entrañas le saltaran desenfrenadas. Había olvidado el fuego que se adueñaba de la sangre y el calor que aparecía de pronto como los torbellinos de polvo en las tardes del mes de julio.


El cuenco de la salsa desapareció sin saber cómo; no podía decir sí lo había dejado ella sobre la encimera o si lo había hecho él. En cualquier caso y con las manos libres ya tuvo que abrazarse a su cuello. Quería apretarse contra él, empaparse de su fuerza.


Otras sensaciones fueron abriéndose camino gradualmente en su consciencia. El lento avance del reloj que había sobre la chimenea, la superficie dura del mármol de la encimera que se le clavaba en la espalda, el zumbido del lavavajillas.


¿Qué demonios estaba haciendo allí? No había tocado a un hombre en dos años y allí estaba, besándose nada menos que con Pedro Alfonso.


Sí, era un hombre muy atractivo y cualquier mujer daría su mano derecha por estar en su lugar. No podía negar que se sentía tremendamente atraída por él, pero no podría haber escogido a un hombre menos adecuado que aquél para subir al escenario e interpretar el papel de mujer.


Pedro era un hombre arrogante, acostumbrado a salirse con la suya a cualquier precio. Y lo que era peor aún: no le gustaban los niños, y en particular los suyos.


Tenía que parar aquello como fuera, y haciendo acopio de todas sus fuerzas se separó de su boca. Teniendo la encimera a su espalda no había modo de escapar, así que le empujó suavemente por el pecho intentando recuperar espacio para respirar.


El se quedó parado un instante, dio un paso hacia atrás y los dos se quedaron mirándose. 


Los sonidos presentes en la cocina adquirieron intensidad. Respiraba a grandes bocanadas y no sabía cómo reaccionar


¿Qué estaría pensando de ella? Se había comportado como una viuda sedienta de hombre. De poco consuelo le servía pensar en que parecía estar petrificado, como si de pronto la cocina estuviera llena de animales salvajes.


Intentó encontrar algo qué decir, pero no le salió nada. No tenía experiencia en aquella clase de situaciones y no supo qué decirle. El respiró hondo y se pasó una mano por el pelo.


—Ha sido algo muy... inesperado —dijo él al fin.


Una oleada de calor le chamuscó las mejillas y quiso poder derretirse y mezclase con las baldosas del suelo.


—Cierto —musitó ella con frialdad antes de ir al fregadero, lavarse las manos y volver a remover la mezcla de ingredientes para el pastel de chocolate, agradecida por tener una excusa para no mirarle.


Aun así, sentía la mirada de aquellos vibrantes ojos azules suyos. Un momento después dio un paso hacia ella y Paula se obligó a no retroceder.


—Debería decirte que no suelo hacer estas cosas.


—¿Te refieres a ir besando mujeres? —le preguntó, esforzándose por no temblar—. He de admitir que no soy la rosa más experimentada del jardín, pero me cuesta trabajo creerte a juzgar por tu maestría.


El se echó a reír sorprendido, pero enseguida volvió a quedarse serio.


—Lo que quiero decir es que no tengo por costumbre acosar así a mis empleadas.


Aquel claro recordatorio de sus diferencias la dejó sin aire y le trajo a la memoria la lista de razones por las que no debería haber permitido que la tocara. Se sentía estúpida e ingenua, toda una proeza habiendo estado casada durante diez años y teniendo cuatro hijos.


—No ha sido acoso, sino un simple beso.


—Eso es verdad.


Por lo menos parecía tan incómodo y desconcertado como ella por la situación.


—No pretendía que ocurriera.


—Olvidémoslo, ¿no te parece?


Pedro fue a decir algo, pero el teléfono de Paula empezó a sonar con su alegre Jingle Bells. 


Empezó a palparse el bolsillo y durante un humillante momento no fue capaz de sacarlo, pero al final lo pescó y lo abrió para hablar.


Y casi no había podido decir una sola palabra cuando Kevin comenzó a contarle algo sobre que su tía le había dado un cascanueces para su colección, que Hernan se lo había robado y que no se lo devolvía, y que encima lo amenazaba con tirarlo a la chimenea.


—¡Dile que pare, mamá! ¡Díselo!


Paula suspiró. Por un lado agradecía la distracción, pero por otro detestaba tener que desempeñar el papel de madre por teléfono.


—Cálmate, cariño, que Hernan no te va a tirar nada a la chimenea. Te está chinchando por verte enfadar.


—¡Que no, mamá! ¡Que dice que va en serio!


—¿Dónde está la tía Teresa?


—En el garaje hablando con el tío Pablo, que le está cambiando el aceite al camión. Yo le he ayudado dándole una llave.


—Bien hecho. Déjame hablar con Hernan, por favor.


Mientras esperaba vio que Pedro seguía apoyado contra la encimera observándola con una expresión distante e indescifrable.


—¡Hernan, mamá quiere hablar contigo! —oyó gritar a su hijo—. Será mejor que me devuelvas mi cascanueces o te vas a meter en un buen lío.


Para cuando terminó de aclarar la situación y de decirle a Hernan que no debía hacer rabiar a sus hermanos pequeños, Pedro ya se había ido.


No le había visto marcharse, pero que no estuviera allí era un alivio. Teniendo tanto trabajo sólo le faltaba tener a Pedro encima de ella haciéndole olvidarse hasta de su propio nombre cuando tenía que concentrarse en la cena, y no en el hombre que la había dejado casi sin sentido besándola.


¿Por qué lo habría hecho?


Esa fue la pregunta que le rondó por la cabeza el resto de la tarde y que siguió atormentándola cuando vio a Pedro y sus invitados salir a caballo y tomar el camino de las montañas bajo una suave nevada.


Sabía por qué le había respondido. ¿Qué mujer sana no lo haría? Pero ella no era de la clase de mujeres que inspiraba pasión en los hombres, sino una viuda con cuatro hijos, y no una veinteañera de carnes y ropas prietas.


Bueno, ¿y qué más daba?, se dijo al final. No iba a volver a repetirse. Sólo le quedaban unas cuantas comidas más que preparar para sus invitados y para él antes de volver con su familia y dejar a Pedro Alfonso solo en aquel enorme y precioso caserón.





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