martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 14
—¿Que estáis haciendo qué?
No podía haber oído a Dario bien, se dijo Paula apretándose el inalámbrico contra la oreja y alejándose de la máquina de coser que tenía sobre la mesa de la cocina. Mejor irse al salón, donde podía oír mejor sin el ruido del friegaplatos y los villancicos que tenía puestos en la radio.
—El señor Alfonso no tiene árbol de Navidad —repitió en el mismo tono de voz que emplearía para decirle a su madre que su vecino la emprendía a patadas con las crías de los patos sólo para divertirse—. Le hemos dicho dónde están los mejores pero que no habíamos podido ir este año a por uno porque tú nos habías dicho que era robar, pero como ahora eso es suyo pues ya no es robar y puede ir a cortarlo si quiere. Y nosotros vamos a ayudarle.
¿Que Pedro iba a llevarse a sus hijos a cortar un árbol de Navidad para su mansión? ¿A qué universo paralelo había ido a parar mientras cosía los pijamas nuevos para los chicos?
O a lo mejor se había quedado dormida sobre la máquina de coser y aquello era un sueño raro y descabellado. A él no le gustaban los niños y no sabía qué hacer con ellos. No era necesario que lo dijera con palabras para que se diera cuenta.
Había visto la incomodidad que experimentaba cada vez que tenía que sacar a sus hijos de uno u otro lío.
¿Por qué iba a decidir de pronto que quería llevárselos a por un árbol de Navidad? No tenía sentido.
No debería haberlos enviado a Alfonso's Nest.
Pensaba que era una tarea fácil que conseguiría dos propósitos: enseñarles la lección de que había que mostrar gratitud a aquéllos que nos ayudaban de un modo u otro, y que quemaran su exceso de energía montando a sus ponis.
Y lo que había conseguido era que acabaran yéndose con Pedro Alfonso a cortar un árbol de Navidad.
A lo mejor debería limitarse a estarle agradecida en lugar de cuestionar sus motivos. Los chiquillos habían echado de menos esa excursión. El que habían encontrado en el mercadillo era perfecto, pero a Hernan le había molestado el cambio en la rutina que habían establecido con su padre años atrás.
—¿Podemos ir con él?
—No sé si es buena idea.
—¿Por qué?
Dario, el más cerebral de los tres, nunca renunciaba a pedir explicaciones.
¿Cómo explicarle a su hijo que tenía la convicción de que su vecino los consideraba al mismo nivel que las urracas y las marmotas, es decir, una molestia insoslayable?
—Pues porque no me lo parece. Si de verdad el señor Alfonso hubiera querido tener un árbol de Navidad, a estas alturas ya lo tendría de sobra, ¿no te parece?
—Dice que tiene uno en su casa de California, pero que no había tenido tiempo de poner otro aquí porque acaba de llegar. ¡Por favor, mamá! Necesita nuestra ayuda. Nos ha dicho que le vendría bien.
¿Pedro Alfonso, implacable y millonario hombre de negocios había dicho eso? Podía contratar docenas de hombres que recorrieran todas las laderas del país en busca del árbol perfecto.
¿Para qué necesitaba a tres críos que no salían de un lío cuando ya estaban en otro?
—Por favor, mamá —le rogó Dario, que debía de haber notado que aflojaba—. ¡Por favor, mami! Te prometo que nos portaremos superbien.
Paula suspiró. La verdad es que no le vendría nada mal tener un rato más de paz. Julia se había echado la siesta y en la última hora había conseguido hacer más que en el resto del día.
Los pijamas en los que estaba trabajando iban a ser una sorpresa para Nochebuena y tenía que terminarlos aún. Le gustaba coser, pero no solía tener tiempo, de modo que cada vez que sacaba la máquina le daba la impresión de que debía volver a aprender cómo se enhebraba.
¿Qué daño podía haber en que se fueran con Pedro?
—Bueno, supongo que no pasará nada —dijo al fin—. Portaros bien y volved derechos a casa cuando hayáis terminado.
—¡Gracias, mami! ¡Hasta luego!
Y colgó antes de que pudiera seguir con los consejos. Dejó el inalámbrico en la mesa, pero no pudo sentarse a coser. ¿Por qué Pedro Alfonso haría algo tan incongruente como invitar a sus hijos a ir en busca de un abeto?
Quizás fuera por las galletas que le había mandado... No. No podía ser eso. Eran buenas, pero no tanto.
Maldita fuera su sombra... aquel hombre debería ser duro, insensible y soso. Era mucho más fácil ignorarle considerándolo un rico arrogante que creía poder comprarlo todo. Pero en los últimos días las cosas habían cambiado: había rescatado a sus hijos, la había sacado del montículo de nieve y la había seguido hasta su casa para asegurarse de que llegaba bien.
Estaba empezando a pensar que había más en aquel hombre de lo que ella quería creer.
Suspiró hondo y volvió a sentarse a la máquina.
Quedaban sólo cinco días para Navidad y no podía malgastar otro minuto más obsesionándose con aquel hombre.
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