martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 3





Recorrieron la corta distancia que los separaba de la casa de los Chaves en un silencio roto sólo por los entrecortados sollozos del pequeño y algunas palabras de los mayores que intentaban infructuosamente calmarlo.


Aquella casita de madera de dos plantas debía de tener su encanto, pensó Pedro, con el tejado a dos aguas y una antigualla de columpio en el porche. Pero desde luego nadie podría ignorar que vivían niños en ella. Desde el aro de baloncesto colocado encima de la puerta del garaje, pasando por el Papá Noel y sus renos, y el colofón de los trineos apoyados en las escaleras del porche, todo gritaba familia. Algo desconocido para él, y por lo tanto, aterrador.


Sintió la tentación de dejarlos a los tres en la puerta y largarse, pero seguramente no sería interpretado como un gesto de buena vecindad, así que de mala gana bajó del coche y subió en brazos al chico que aún no había dejado de llorar.


Antes casi de que hubieran llegado al porche. 


Hernan empezó a gritarle a su madre:
—¡Mamá, Kevin se ha caído de la cerca de detrás de la parada del autobús! Ha sido un accidente. Nadie le había dicho que se subiera ni nada. Es que se ha escurrido.


Un suave calor salía por la puerta abierta y olía a canela, azúcar y pino... los acogedores olores del hogar.


Aquellos críos eran unos pillastres sin educación, sin padre y con una madre, digamos, distraída y con más valor que cerebro, pero no pudo evitar una punzada de envidia por lo que tenían, cosas que sin duda no llegarían a apreciar hasta mucho más adelante en la vida.


—Pase —le dijo el mediano—. A mamá no le gusta que dejemos la puerta abierta.


Tenía la desagradable sensación de estar invadiendo su casa, a pesar de contar con el permiso del chiquillo, así que dio un par de pasos, lo justo para cerrar la puerta, y a continuación se preguntó si no se habría metido por accidente en una de esas recalcitrantes tiendas de Navidad que había en Jackson Hole. 


Cada centímetro cuadrado del recibidor estaba decorado en verde y rojo, con lazos y adornos de este tipo o aquél. Una amplia escalera conducía al piso de arriba y la barandilla era un río salvaje de ramas de coníferas y luces parpadeantes. Un pequeño trío de abetos colocados en el descansillo habían sido decorados con adornos caseros obtenidos en la naturaleza: piñas, peladuras secas de naranja e incluso un par de nidos de pájaro en miniatura.


A través de la puerta que unía el recibidor con el salón podía verse un enorme abeto decorado con cadenetas de papel y un batiburrillo de adornos que lo habían ladeado.


Apenas le quedó tiempo para ver nada más porque la madre salió a toda prisa al recibidor ataviada con un delantal a rayas rojas y verdes y con la más pequeña de los Chaves y la única chica, en los brazos.


Paula se quedó plantada en el sitio al verle, con los mechones de pelo rubio escapándosele como siempre del recogido.


—¡Señor Alfonso! Qué sorpresa. Los niños no me han dicho que estuviera usted aquí.


—Ha dado la casualidad de que pasaba por delante cuando ha ocurrido el... accidente, y no iba a dejar al niño tirado ahí fuera.


—Por supuesto que no —contestó en un tono educado pero que rezumaba escepticismo—. Gracias por traerlos a casa. Siento mucho que hayan vuelto a molestarle.


Su tono era más frío que los carámbanos de hielo que colgaban del porche. Estaba claro que a la viuda Chaves no le gustaba demasiado, y bien claro se lo había dejado durante los últimos diez meses, tiempo que hacía que había comprado la propiedad.


Se había mostrado muy educada con él en cada encuentro, eso sí, pero siendo como era el director de una empresa internacional de innovación tecnológica, las dotes de observación eran vitales en un trabajo que muchas veces resultaba ser como una buena partida de póker, de modo que no le había pasado inadvertida la sombra de desdén que teñía sus ojos verdes cada vez que hablaba con él.


—¿Dónde quiere que le deje a este pequeño equilibrista?


—Démelo a mí.


Dejó a la niña en el suelo y la pequeña corrió a gatas hasta una cesta de mimbre llena de juguetes que había en el salón, de la que fue sacándolos uno a uno para tirarlos al suelo.


Paula se acercó a tomar a Kevin de sus brazos; el chiquillo había dejado de llorar. Pedro llevaba el abrigo de cuero desabrochado y ella rozó accidentalmente su pecho. Aun a través de la camisa sintió el calor de sus manos y su delicado movimiento, y el estómago se le hizo un nudo.


«Qué reacción tan ridícula», pensó. Si Paula Chaves despertaba atracción en él, es que de verdad debía prestar más atención a su vida social. Y no es que no fuera guapa, con su pelo tan rubio, unas curvas no desdeñables y unos grandes ojos verdes que todos sus hijos habían heredado.


Pero el equipaje que la acompañaba era estremecedor: cuatro críos, el más pequeño de ellos que ni siquiera andaba.


Al parecer lo único que el chiquillo herido necesitaba era a su madre porque, en cuanto ella se sentó en una mecedora, él recostó la cabeza contra su pecho en silencio.


—Ya está, cariño. Ya está. ¿Dónde te duele?


El crío se sorbió los mocos y señaló la base del cráneo, que era donde se había golpeado.


—Aquí.


—Vaya, cuánto lo siento —dijo, y depositó un beso en el sitio que el niño le indicaba.


Aquello sí que le contrajo el estómago y le hizo sentir algo indefinido que no podría explicar.


—¿Mejor? —preguntó la madre.


—Un poco.


—Julia y yo hemos estado haciendo esas galletas que tanto te gustan, ¿verdad, gusanita? —le preguntó a la pequeña, que sonrió haciendo un alto en su tarea de quitarle los adornos al árbol—. Son para la fiesta de mañana, pero cuando te encuentres mejor, podrás ir a la cocina y comerte una.


Al parecer aquellas galletas debían de ser un remedio mágico porque los sollozos cesaron por completo y apenas veinte segundos después se bajaba del regazo de su madre.


—Ya me encuentro mucho mejor. ¿Puedo comerme una?


—Sí. Y tráete dos más para tus hermanos.


Y tras dedicarle una brillante sonrisa a su madre, echó a correr a toda velocidad, dejando a Pedro solo con dos mujeres Chaves aterradoras por igual.


—Gracias otra vez por traerlo a casa. Es un buen trecho para un crío con un golpe.


—Ha sido cuestión de suerte que estuviera ahí en el momento indicado.


—¿Dice que se ha caído de una valla?



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