martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 33





Qué locura.


Debería haberse dado la vuelta y abandonar la cocina en el instante mismo en que aquella criaturita se había acercado a su madre con aquellos ojazos cargados de sueño.


El no sabía nada de niños, y menos de niñas. 


Los chicos eran otra cosa. Al menos podían mantener una conversación básica y eran capaces de pensamientos racionales.


Pero la niña... la niña era otra cosa.


Era toda rizos y bucles rubios revueltos en todas direcciones y lo observaba con aquellos ojazos verdes de largas pestañas que tanto se parecían a los de su madre.


¿Y qué se suponía que debía hacer con ella? La chiquilla le estaba diciendo algo totalmente incomprensible que él intentaba entender para contestar, pero daba la impresión de que no necesitaba su respuesta. De pronto se echó a reír y siguió charlando sola.


Como no sabía muy bien qué hacer, fingió seguir su conversación haciendo comentarios al hilo de su charla.


—¿No me digas? —le preguntó, lo cual provocó nuevas carcajadas en la niña.


En algún punto de aquella conversación sin sentido, dejó de preocuparse por parecer ridículo. Se olvidó de sus invitados, de que Paula los estaba observando mientras seguía preparando el desayuno y de la llamada que quería hacer a Mariza antes de salir para las pistas.


Todo el mundo se reducía a aquella muñequita de cabello rizado con enormes ojos y una sonrisa desdentada.


Fue llevándola por toda la cocina mostrándole diferentes cosas a las que él nunca había prestado demasiada atención: los azulejos de colores que había detrás del fogón, el grifo estilo ducha que había en el fregadero, el compartimento por el que salía el hielo en la nevera. La niña parecía encontrarlo todo fascinante.


Cuando Paula abrió la puerta del horno poco después para meter los bollitos, la pequeña Julia Chaves le había robado definitivamente el corazón.


—No suele hablar tanto con nadie, y menos con un hombre —le dijo Paula—. Supongo que porque no está acostumbrada a ellos, ya que sólo está acostumbrada a su tío Pablo. Creía que a estas alturas ya estaría llorando.


—Supongo que eso demuestra que no todas las chicas salen huyendo de mí.


Paula miró a sus hijos, pero estaban demasiado concentrados en la película para prestarles atención. Cuando se volvió a él, tenía el ceño fruncido. Obviamente pensaba que era de mala educación que le recordase lo ocurrido el día anterior.


—Yo no salí huyendo.


—¿Y cómo lo llamarías tú a lo que ocurrió? —le preguntó mientras Julia se entretenía dando golpes con una cuchara de palo en la encimera.


—¡Mamá, no oímos! —se quejó Dario, y Paula puso una tabla de cortar de silicona sobre la encimera para que el ruido quedara amortiguado.


—Utilizar el sentido común.


Se había prometido a si mismo tras pasar una noche sin dormir que no iba a presionarla y que haría todo lo que estuviera en su poder para olvidarse de la atracción que sentía por ella, y la verdad le sorprendía que le estuviera costando tanto conseguirlo aquella mañana, sobre todo teniendo a cuatro criaturas delante.


Estaba encantadora aquella mañana, con el pelo recogido en un moño francés. Se diría que era imposible que fuese la madre de la niña que tenía en brazos, y qué decir de los tres chicos.


—Gracias por ayudarme con la niña, pero puedes pasársela a uno de sus hermanos. La cuidan muy bien.


—Por ahora está a gusto conmigo, ¿verdad, bichito?


—Julia ito—se rió.


Él le devolvió la sonrisa y al mirar a la madre se encontró con que tenía la mirada clavada una vez más en sus labios.


Con el estómago agarrotado sintió deseos de sacar a los niños de la cocina y quedarse con su madre en los brazos, pero de pronto alguien llamó a la puerta trasera.


Paula parpadeó varias veces antes de moverse; luego dejó la cuchara y se apresuró a abrir.


Una mujer y una adolescente que debía rondar los quince años estaban al otro lado.


—Siento llegar tan tarde, tía Paula, pero es que nos trajeron tarde los periódicos y hemos tardado un montón en prepararlos.


—Había muchísimos anuncios de Navidad que ha habido que meter a última hora —añadió la mujer al tiempo que entraba en la habitación—. Así que ésta es la cocina del castillo. Tela marinera.


—Y él es el señor del castillo —murmuró Paula señalando a Pedro.


Se adelantó para saludarlas y vio sorpresa en la mirada de la mujer al verlo con la niña en brazos.


—Hola —la saludó con una sonrisa—. Bienvenida a Alfonso's Nest.


Pedro, te presento a mi cuñada. Teresa Patterson, y a mi sobrina Erika. Sin su ayuda estarías comiendo cereales y sándwiches de mantequilla de cacahuete.


La mujer lo miró con reserva.


—Hola —respondió.


—¡Tííía! —exclamó la niña palmoteando encantada.


—Hola, preciosa —contestó ofreciéndole los brazos, y la niña se lanzó a ellos.


Pedro experimentó una extraña sensación de abandono con la que no supo qué hacer



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