martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 21





Con la vaga sensación de estar atrapada en un extraño sueño, Paula entró en la cocina del Alfonso’s Nest poco después de las siete de la mañana, horas antes de que los huéspedes llegaran, maldiciendo el impulso que le había hecho aceptar el encargo de Pedro.


Aquello era una locura. No pintaba nada allí cuando aún tenía regalos que envolver y debía preparar la habitación de invitados para la visita anual de la abuela en Nochebuena.


¿Y dónde estaba en realidad? En mitad de una habitación que parecía sacada de las páginas de una revista de diseño de cocinas.


De haber sido necesario otro recordatorio de las diferencias que había entre ambos, habría bastado con ver aquella cocina. Era un sueño, exactamente como ella habría diseñado su cocina de fantasía: amplias encimeras de mármol, una isleta central, frigorífico de dos puertas, cocina profesional de seis quemadores, incluso un wok. Tenía todo con lo que hubiera podido soñar.


Era una ironía que un hombre que decía no saber cocinar tuviera la cocina más preciosa que había visto jamás. Pero no debería sorprenderse. Pedro Alfonso era un hombre de gustos impecables que no construiría una casa como Alfonso's Nest, con sus sobrecogedoras vistas y un estilo elegante y minucioso con una cocina que no estuviera a la altura de las circunstancias.


Se acercó a la ventana. Desde allí el único edificio que se veía era su casa, la fachada blanca fundiéndose con la nieve caída. La casa que tanto amaba se veía humilde y algo desatendida desde allí. ¿Sería eso lo que pensaba Pedro al verla?


Sintió miedo y se aferró al borde del fregadero. 


No debía estar allí. Era un error mayúsculo. Un chiste cósmico.


¿Qué sabía ella de cocinar para gente que volaba en aviones privados y que tenía artilugios de cocina que debían costar más que su furgoneta cuando era nueva?


«Respira», se dijo. «Puedes hacerlo».


Estaba en su tercera ronda de respiraciones, la mirada puesta en su casa y en el amor y la risa que se disfrutaba en ella, cuando sintió que ya no estaba sola. Se dio la vuelta y vio a Pedro observándola desde la puerta. Llevaba vaqueros, unas botas rayadas y una camisa típica del oeste más adecuada para pastorear ganado que para aparecer en aquella cocina con el sol de la mañana iluminando sus facciones.


—Buenos días —la saludó—. Melina acaba de decirme que ya ha llegado. ¿Está preparada?


—Esa pregunta nunca debe hacerse —contestó, intentando que su voz no reflejara la alarma que sentía—. Precisamente estaba pensando que no sé si seré capaz de llevar todo esto adelante.


Pedro esbozó una media sonrisa devastadora.


—Por supuesto que va a ser capaz. Yo ya he probado su cocina, ¿recuerda? Y todo lo que sirvió en la fiesta de los ganaderos estaba delicioso. Es más, lo que me trajeron sus hijos el otro día tardé apenas media hora en devorarlo. 
Es usted brillante en la cocina.


—¿Brillante? Yo no diría tanto.


—No le habría pedido que lo hiciera si no estuviera seguro de que podía llevarlo a cabo, Paula. Debería saberlo.


Sus palabras la tranquilizaron. Respiró hondo una vez más y dejó el miedo a un lado.


—Entonces, ¿todo está como se había previsto?


Él asintió.


—Voy a recoger a los Hertzog en Jackson a las diez. Iba a marcharme ya, y por eso he venido a hablar antes con usted. ¿Tiene todo lo que vaya a necesitar?


Paula miró a su alrededor y estuvo a punto de echarse a reír. En aquella reluciente cocina no podía faltar nada, pero si se dejaba llevar por la risa, acabaría poniéndose histérica y tendrían que encerrarla.


—No se preocupe que todo saldrá bien. Según el inventario que Mariza me envió anoche por fax, tendré suficiente comida para dar de comer a un par de docenas de personas durante dos semanas.


—Dentro de dos semanas yo ya estaré de vuelta en San Francisco y mi empresa será la orgullosa propietaria de Hertzog Communications. 
Tocaremos madera para que así sea.


—A menos que yo lo estropee y envenene a todo el mundo.


Él se echó a reír.


—Intente no hacerlo, ¿vale? Llámeme si le surge algo que pueda necesitar y se lo traeré de la ciudad.


—¿No tiene a alguien para que le haga los recados? Se diría que Pedro Alfonso, el dueño de Alfonso Enterprises, sería un hombre demasiado ocupado para ir a buscar a alguien al aeropuerto o pasarse por el supermercado.
Tardó un momento en asentir.


—Sí, podría enviar a alguien a recogerlos, pero Frederick Hertzog es un hombre que aprecia el toque personal. Unas horas de dedicación es un bajo precio a pagar si sirve para convencerle de que Alfonso Enterprises cuidará de la empresa que su familia ha construido a lo largo de tres generaciones, primero como empresa de telégrafos, luego de teléfonos y ahora de móviles.


No era de extrañar que hubiera creado un imperio en tan poco tiempo si siempre utilizaba un sentido común tan aplastante en todas sus operaciones.


—De verdad voy a estar en deuda con usted, Paula.


Ella lo miró a los ojos.


—Pues sí, es cierto. Y también será culpable de echar a perder las Navidades de mis hijos si su madre sufre un ataque de nervios.


Pedro volvió a reír y ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda.


—¿Y dónde están sus hijos? Me imaginaba que a estas horas estarían ya tirándose en plancha a la piscina.


—Considérese un tipo con suerte. Mi cuñada me llamó anoche después de que usted se fuera para preguntarme si yo podía ayudarla hoy a preparar galletitas en forma de casa. Cuando le conté lo que iba a hacer, insistió en llevarlos ella a la iglesia y que pasaran la tarde en su casa. Mi sobrina cuidará de ellos esta tarde y mañana. Ah, por cierto: le va a pagar una desorbitante cantidad por ello, ¿sabe?


—¿Ah, sí? Qué bien hago las cosas.


Paula se echó a reír, lo cual la ayudó a desprenderse de la tensión que se le había aferrado a los hombros como si fueran las garras de un águila... pero sólo hasta que él le devolvió la sonrisa y sintió como si acabara de tomar la pendiente de la montaña rusa.


Apartó rápidamente la mirada y reparó en uno de los pequeños electrodomésticos que no había visto.


—¡Pero si es un horno de vapor! Tenía unas ganas locas de probar uno.


—Pues ya se le ha presentado la oportunidad —contestó él mirándola con una luz desconocida en la mirada, entre excitación y brillo. Una fina corriente eléctrica vibró entre ellos y Paula se sintió incapaz de apartar la mirada.


El fue el primero en hacerlo.


—Será mejor que me vaya —dijo tras aclararse la garganta—. Llámeme si necesita algo.


—Lo haré.


Cuando se hubo marchado, Paula se quedó aún un instante más inmóvil. Aquella atracción era totalmente absurda. Ni siquiera debía pensar en Pedro Alfonso en aquellos términos.


Su cocina. Eso sí que era otra historia. Cualquier amante de la cocina babearía ante semejante maravilla. Tenía las herramientas y tenía los ingredientes: sólo le quedaba hacerles justicia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario