martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 13





La amargura de Hernan y el deseo de complacer de su hermano ofrecían un contraste tal que despertó algo en su interior, un recuerdo de la única Navidad en que había disfrutado de la bendición de estar con sus abuelos. Tenía nueve años e intentaba actuar como Hernan. Su abuelo le había llevado en una moto de nieve al servicio de Guardabosques que quedaba por encima de su rancho y los dos habían ido en busca del árbol de Navidad.


Era un momento que había olvidado y que en aquel momento revivió en su memoria: el aroma a limón de los abetos, el viento frío, el crujido de la nieve bajo las botas, la ilusión de ir dejando atrás árbol tras árbol hasta encontrar el ejemplar perfecto.


Aún recordaba la alegría de remolcarlo a casa de sus abuelos y las exclamaciones de su abuela al verlo, proclamando que era el árbol más bonito que habían tenido nunca.


Su abuelo y él habían puesto las luces aquella noche y luego había ayudado a decorarlo. 


También recordó haberse levantado aquella noche, haber bajado al salón, conectar las luces y tumbarse bajo el árbol para verlas cambiar del rojo al verde, al púrpura y al dorado mientras se preguntaba si alguna vez había visto algo tan mágico.


La siguiente Navidad volvió a estar con su madre en un sucio apartamento de Barstow. Las únicas luces habían sido las de la autopista.


Apartó el recuerdo y se centró en las tres caritas que tenía ante sí con tan distintas expresiones.


Desde luego necesitaba un árbol de Navidad. 


Había sido un fallo garrafal, teniendo en cuenta que pretendía que todo en Alfonso's Nest estuviera perfecto. Tenía invitados que llegarían al día siguiente a los que les extrañaría que no lo tuviera. No es que no le gustase la Navidad, sino que la consideraba mayormente un inconveniente, unos días en los que el mundo entero dejaba de trabajar tanto si celebraba la Navidad como si no.


¿De dónde iba a sacar luces y adornos cinco días antes de Nochebuena?


Mariza podría ocuparse de ello, seguro. Incluso desde California lo tendría todo dispuesto en cuestión de horas.


—Seguro que ni siquiera sabe montar a caballo, ¿a qué no? —gruñó Hernan—. Es lo que dice la abuela Paty. Dice que no distinguiría usted el morro de un caballo de un agujero en el suelo.


Un encanto la tal abuela Paty.


—Sé montar. Llevo haciéndolo mucho tiempo.


—¡Ja!


Suspiró. Pocas veces había sido capaz de pasar por alto un desafío.


—Dadme diez minutos para que acabe algunos asuntos que tengo pendientes en el despacho y luego juzgareis por vosotros mismos si sé o no sé montar. Mientras, ¿por qué no llamáis a vuestra madre para pedirle permiso? Hay un teléfono junto a la chimenea.


Los más pequeños no podrían estar más contentos aunque les hubiera ofrecido dar un paseo en su avión, pero Hernan parecía haberle dado un lametón a un limón.


«Sí, chaval, sé cómo te sientes», iba pensando de vuelta a su estudio. El tampoco estaba encantado con la situación. No debería haber abierto la boca. Esperaba que Mariza pudiera ocuparse de todo para no encontrarse con un abeto perfecto cortado para nada.




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