martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 9
DOS horas más tarde estaba acordándose de la conversación que había mantenido con su capataz mientras escuchaba la charla interminable del alcalde de Pine Gulch acerca de todos los eventos públicos del Año Nuevo que se acercaba, desde el desfile del Día de los Fundadores hasta el desayuno del Memorial, pasando por la tradición anual de decorar el parque de la ciudad para las vacaciones.
«Relaciones públicas», se repetía. Esa era la única razón de su presencia. Si para conseguirlo tenía que soportar un aburrimiento absoluto, que así fuera.
—Tenemos una ciudad muy agradable. Ya verá como está usted de acuerdo conmigo en cuanto pase un poco más de tiempo entre nosotros —decía el alcalde Wilson—. Una ciudad muy agradable llena de gente igualmente agradable. Es más: creo que no hay otro lugar parecido en todo Idaho. Podría haberle ido mucho peor de haber decidido asentarse en otro sitio.
—Estoy convencido de ello —contestó mientras se preguntaba cuál sería el mejor momento para marcharse sin parecer maleducado.
Por lo menos el alcalde estaba dispuesto a hablar con él, y seguramente debía agradecérselo. Aunque no había percibido hostilidad abierta por parte de los asistentes a la fiesta, no había percibido la agradabilidad de la que presumía Wilson. La mayor parte de la gente había sido educada con él pero reservada, que en parte era lo que se esperaba.
La camarera pasó junto a ellos con otra bandeja de aquellos deliciosos rollitos de espinacas y se lanzó a por uno con la esperanza de que no llevara la cuenta de cuántos había consumido, porque era consciente de que llevaba comidos más de los que le correspondían.
Por lo menos la comida era buena. Mejor que buena en realidad. Se esperaba algo bastante peor. Una fiesta de ganaderos en Pine Gulch no era precisamente un lugar en el que uno se esperase encontrar haute cuisine.
Pero el menú era imaginativo y cada plato había sido preparado a la perfección. En San Francisco pagaba los servicios de un chef personal que había estudiado en el programa Cordón Blue para que le llenara la nevera y el congelador, y la comida que se servía en aquella fiesta era tan buena como cualquiera de los platos de Jean-Marc.
No se trataba de platos de diseño, pero todo lo que había probado por el momento tenía una explosión de sabor, desde los pastelillos de cangrejo con setas hasta la tartaleta de caramelo pasando por los rollitos de espinacas de los que no se veía harto.
Sólo le cabía esperar que el chef personal que había contratado en Jackson Hole para atender a los invitados que llegaban dentro de unos días a Alfonso’s Nest fuese la mitad de bueno que aquél. Iba a ser una reunión importante para Alfonso Enterprises y quería que todo estuviera perfecto, sobre todo porque tenía la impresión de que aquélla iba a ser su única oportunidad de convencer a Frederick Hertzog y su hijo Dierk de que vendieran su negocio de telefonía móvil a su empresa.
A Frederick le encantaba todo lo del oeste.
Cuando Pedro supo que su familia y él viajaban desde Alemania a Salt Lake City para esquiar, había organizado unos cuantos días en el rancho con el fin de intentar convencerle de que Alfonso Enterprises era la mejor compañía para que Hertzog Communications y su vasta red de empresas ascendieran un peldaño más en el mundo empresarial.
Hertzog y él habían mantenido una larga conversación la última ocasión que se encontraron acerca de algunas de las políticas nuevas de explotación de tierras que estaba intentando poner en marcha en Alfonso's Nest, y se había mostrado interesado en ver sus esfuerzos sobre el terreno.
Esperaba tener más ocasiones como aquélla de recibir visitas en el rancho. Prefería la soledad mientras estaba allí, pero había construido la casa sabiendo que hasta cierto punto las visitas eran inevitables, de modo que no estaría mal conocer al gerente del catering antes de marcharse, o si no, por lo menos llevarse una tarjeta para poder dársela a Mariza, su asistente, una mujer enormemente competente que manejaba con maestría su agenda.
La cocina estaba en la parte trasera del edificio y justo cuando llegaba a la puerta salía otra camarera con una bandeja cargada de dulces de temporada artísticamente decorados. ¿Se enfadaría mucho si estropeara la decoración de la bandeja, si le quitaba una de aquellas enormes galletas morenas? Iba a hacerle la pregunta cuando se quedó con la boca abierta.
—¡Señora Chaves!
—¡Señor Alfonso! —exclamó ella en el mismo tono que si hubiera visto a un alienígena, y de la sorpresa a punto estuvo de caérsele la bandeja—. ¿Qué hace usted aquí?
—He sido invitado —contestó enarcando las cejas—. ¿Por qué le sorprende tanto? Es la fiesta de la asociación de ganaderos, ¿no? Y puesto que tengo un rebaño de cuatrocientas cabezas en Alfonso's Nest, ¿no le parece que tenga derecho a estar aquí?
Paula se acercó a una mesa a dejar la bandeja antes de contestarle.
—Sí, claro. Perdóneme. Por supuesto que tiene derecho a asistir a las fiestas que le parezcan oportunas. Es que... no esperaba encontrarlo aquí; eso es todo. Me ha sorprendido verle. La asociación de ganaderos está formada por la vieja guardia de siempre.
—¿Y qué me dice que Viviana Cruz? No se puede decir que sea precisamente de la vieja guardia, y es la presidenta.
Paula sonrió de pronto.
—Tiene razón. Vivi es una mujer a la que no se puede clasificar fácilmente. Y todos la queremos como es.
Con aquella sonrisa, Paula Chaves tenía un aspecto tan delicioso como la comida que tan artísticamente preparaba: es decir, que se le hacía la boca agua. Tenía en las mejillas el rubor de los melocotones en agosto y su pelo rubio de seda estaba haciendo todo lo posible por escapar a los confines de la pinza que lo apartaba de su cara.
¿Qué pensaría ella si le echase una manita y le quitase la pinza sólo por el placer de verlo libre?
—¿Colabora usted con el servicio de catering?
—Podría decirse así. ¿Ocurre algo?
—No, no. Al contrario. Todo ha sido perfecto. De hecho quería una tarjeta de la empresa.
Se quedó mirándolo sin pestañear con sus ojos verdes abiertos de par en par y luego apartó la mirada como si no le hubiera oído mientras se ocupaba de arreglar las cosas de la mesa del bufé.
Como el silencio seguía extendiéndose, Pedro se temió que no fuese a responderle.
—¿Le importaría pedir una para mí cuando tenga un momento? —insistió.
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