martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 19




—¿Podemos abrir otro, mamá por favor? ¡Sólo uno más!


Paula contestó que no con la cabeza a Hernan, que lo miraba con ojos lastimeros.


—Ya sabes cuál es la norma: sólo abrimos un libro cada noche hasta que llega Nochebuena.


—¡Pero tenemos de sobra en la cesta! —protestó Dario—. Faltan cuatro días para Nochebuena, y quedan seis libros en la cesta.


Debería haber sabido que Dario se daría cuenta. 


Jamás permitiría que un detalle así pasara desapercibido.


—Lo sé, cariño, pero es que he envuelto un par de ellos más para que pudiéramos leer dos o tres cuentos en Nochebuena por si alguien tiene problemas para quedarse dormido esa noche.


—¡Kevin! —exclamaron al unísono Hernan y Dario, y todos se echaron a reír. A su hijo pequeño se le daba de maravilla encontrar excusas para quedarse levantado hasta tarde, tanto si era Nochebuena como si no.


—Yo no quiero decir nombres, pero ésa es la razón de que haya cuentos de más.


Había iniciado aquella tradición cuando Hernan y Dario eran lo bastante grandes ya para estarse quietos y escuchar un cuento. Preparaba lo que había dado en llamar una cesta de cuentos de adviento. Cada año envolvía todos los cuentos de Navidad que tenían los niños añadiendo unos cuantos más para sorprenderlos, y cada noche a partir del uno de diciembre les leía un cuento hasta que llegaba la noche de Nochebuena. De ese modo tenían una forma de contar los días que faltaban para Nochebuena y Paula encontró la excusa perfecta para leerles sus historias favoritas. Incluso Hernan, que tenía ya diez años, seguía disfrutando de acurrucarse en el sofá delante del fuego y que su madre les leyera. Era un momento de paz y tranquilidad en mitad de unos días que eran siempre caóticos, y Paula saboreaba cada segundo.


—Ya hemos leído nuestro cuento así que, ahora, a la cama. Mañana abriremos otro.


Los chicos protestaron ruidosamente, pero ella no cedió, y cuando iban escaleras arriba en dirección a sus dormitorios, sonó el timbre de la puerta.


—¡Yo voy! —exclamó Kevin, y salió como el rayo hacia la puerta.


¿Quién podía llamar a aquellas horas? Eran casi las nueve. Ojalá el timbrazo no despertara a Julia.


—Hola.


Aquella voz le aceleró el pulso. Qué ridiculez.


—¡Hola! —exclamó Kevin—. ¡Mami, mira quién es! ¡El señor Alfonso! ¿Viene a ver nuestro árbol de Navidad?


—No —contestó—, pero ahora que lo veo más despacio me doy cuenta de que tenías razón: es muy bonito.


Los tres chicos parecían encantados con la visita de Pedro, incluso Hernan, aunque se esforzaba por ocultarlo.


—Pase —lo invitó—. Hace una mala noche.


El se quitó el sombrero y entró, y ella contuvo una absurda necesidad de atusarle el pelo que le había quedado un poco aplastado.


—Vuelve a nevar —dijo—. Y está cuajando. Este año vamos a tener una Navidad blanca, ¿verdad?


Ella asintió, y él seguía sin descubrir la razón de su presencia allí.


—¿Ocurre algo? —le preguntó cuando ya no pudo esperar más.


Parecía incómodo.


—Digamos que sí. Tengo que pedirle un favor. Un gran favor.


—¿Necesita que le ayudemos a decorar el árbol? —sugirió Dario.


Pedro miró a los muchachos.


—Eh... no, no. Ya lo han adornado hoy, pero gracias por ofreceros.


Parecía tremendamente incómodo: cambiaba el peso de una pierna a la otra, agarrado con fuerza al ala del sombrero, y era incapaz de sostenerle la mirada. Paula tuvo la sensación de que aquella conversación le resultaría más fácil sin la presencia de los niños.


—Chicos, a la cama.


—¡Jo, mamá! —protestó Kevin—. Tenemos una visita. ¿No podemos quedarnos un rato más y hablar con el señor Alfonso?


—Esta noche no —contestó con firmeza—. Es tarde y tenéis cosas que hacer mañana por la mañana, además de ir a la iglesia. Vamos, arriba todos.


Los tres respiraron hondo, pero Paula no cedió. 


Al parecer los niños sabían que no conseguirían nada insistiendo y subieron las escaleras a paso de tortuga.


—Dario, quiero la luz apagada. Y nada de encender la linterna debajo de las sábanas para leer un rato más, ¿entendido?


El crío volvió a suspirar, pero asintió y entró en la habitación que compartía con Kevin.


Cuando oyó cerrarse las dos puertas, se volvió a Pedro.


—Perdónelos, pero siempre están algo más nerviosos en esta época del año.


—Supongo que a todos los niños les pasará lo mismo.


Ella asintió. La curiosidad la estaba matando.


—Siéntese. Dice que tiene que pedirme un favor.


El respiró hondo y se sentó en el sofá.


—Admito que no me resulta fácil.


Ella sonrió, sorprendida de que fuese capaz de decir tal cosa. Sabía bien lo duro que era pedirle cosas a la gente. Desde la muerte de Jose había intentado hacer frente a todo ella sola, pero no era fácil.


—Estoy en mitad de unas negociaciones bastante delicadas para comprar una empresa europea —le explicó—. He invitado al dueño a pasar unos días en Alfonso’s Nest aprovechando que ha venido de vacaciones a Estados Unidos con la familia para esquiar. Mañana llegará aquí desde Salt Lake City con su esposa, su hijo, su nuera y sus dos nietos.


¿Y en qué podía afectarla a ella y a su familia?


—Déjeme adivinar... quiere que los niños no se acerquen a Alfonso's Nest mientras sus invitados estén aquí.


El abrió los ojos de par en par por la sorpresa, algo que complació a Paula.


—No, nada de eso.


Tras otra pausa compuso una mueca y se lanzó:
—Yo había contratado a un chef en Jackson Hole para que se ocupara de la comida mientras estén aquí mis invitados. Michael Sawyer, del Aboyt Thyme Gourmet.


—Buena elección. Seguramente es el mejor de la zona.


Lo había conocido en unas clases, y aunque personalmente le parecía un arrogante, era un chef estupendo y creativo.


—Pues es una pena, pero anoche se le presentó una apendicitis aguda y tuvieron que operarle. Va a estar hospitalizado al menos durante dos días.


—Vaya. Lo siento. Pobre hombre. Menudo modo de pasar la Navidad.


Pedro parpadeó.


—Pues sí, en efecto. Es una pena. Pero el hecho es que mis huéspedes van a llegar en doce horas y yo no tengo nada que servirles.


De pronto todo cobró sentido y Paula se puso inmediatamente de pie.


—No. De ningún modo. Imposible.


—¿Cómo ha sabido lo que le iba a pedir?


—¿Qué otra cosa podía ser? Quiere que cocine para sus invitados, y mi respuesta es no.


—¿Por qué?


¿Tan arrogante podía ser aquel hombre, o tan pagado de sí mismo podía estar para no darse cuenta?


—Faltan cuatro días para Navidad, Pedro. ¿No se ha dado cuenta de ese pequeño detalle? ¿De verdad esperaba que lo dejase todo en el último minuto, a mi familia y mis propias vacaciones, para estar a su disposición?


La vehemencia de su respuesta le dejó anonadado.


—Haré que le merezca la pena —dijo—. Le doblo lo que suela cobrar por dos días de trabajo. No, lo triplico.


Paula se recordó que era una profesional. A pesar de las extrañas corrientes de energía que circulasen entre ellos y la ridícula atracción que sentía por aquel hombre, era un cliente potencial que ofrecía una lucrativa oportunidad. Además una oportunidad con repercusiones a largo plazo si quedaba satisfecho con su trabajo y seguía utilizando Alfonso’s Nest para sus negocios.


Pero antes de su negocio estaban sus hijos.


—No puedo dejar a mis hijos solos estando tan cerca de Navidad. Simplemente no puedo hacerlo. Hemos hecho planes. Les he prometido que la reunión de ganaderos sería mi último trabajo del año y no puedo faltar a esa promesa.


—Sólo serán un par de días.


—Que a unos niños pueden parecerle toda una eternidad. Les prometí que no permitiría que nada echara a perder sus vacaciones. Este año, no.


—¿Por qué es tan importante este año?


—No me haría esa pregunta si tuviera hijos.


Una extraña expresión apareció en su cara, pero desapareció tan pronto que temió habérsela imaginado.


—Todos los años son importantes cuando se tiene hijos. Esta será la única ocasión en que tendrán diez, ocho, seis años y dieciocho meses. El año que viene la dinámica será totalmente diferente. El tiempo pasa y no vuelve, y si algo he aprendido con la muerte de Jose es la importancia de vivir cada momento que tengo con mis hijos.


—Una filosofía encantadora en abstracto, pero estamos hablando sólo de dos días.


—Se los debo. ¿Es que no lo comprende? Estos últimos años las vacaciones de Navidad han sido malas. Hace dos años su padre se moría y estábamos organizando el entierro, el funeral y todo lo demás. El año pasado mi hija estuvo hospitalizada con neumonía, y los chicos tuvieron que pasar la Navidad con sus tíos mientras yo estaba con la niña. Entonces les prometí, y me prometí a mí misma, que este año sería diferente.


—Sólo son un par de días —repitió—. Aún tendrá la noche de Nochebuena, el día de Navidad y el resto de las vacaciones.


Tenía la impresión de que podía seguir discutiendo con él hasta quedarse ronca, pero que no lo comprendería.


—No. Lo siento, pero tendrá que buscar a otra persona.


—No hay nadie más, Paula —contestó él poniéndose en pie—. A estas alturas y tan cerca de Navidad es imposible. Mire, estoy desesperado, y la visita de Frederick Hertzog y su familia es importante para mí.


—Y mis hijos lo son para mí, señor Alfonso. Mucho más importantes que cualquier acuerdo comercial.




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