martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 15




—Ése, ése es el mejor.


Las gafas de Dario brillaban con el sol al señalar con orgullo un abeto de bastante buen tamaño.


—Es bonito —dijo Pedro.


—Éste es mejor—insistió Hernan plantado al lado de otro gigante—. El tuyo tiene un agujero en el tronco, ¿no lo ves?


—Y el tuyo es demasiado grande y no entraría en la casa. ¡Ni siquiera cabría por la puerta!


En eso tenía razón, pensó Pedro, pero decidió dejar que se pusieran de acuerdo entre ellos. Él ya había elegido uno y lo tenía todo previsto. Era cuestión de dejar que los chiquillos se cansaran discutiendo unos minutos más y luego les presentaría su árbol como ganador.


En el curso de la media hora que llevaba con los muchachos había empezado a reconocer a cada uno de ellos individualmente y la dinámica que funcionaba entre ellos, de modo que ahora los comprendía un poco mejor.


Hernan, el mayor, quería ser el jefe y se sentía dividido entre ejercer su liderazgo y fingir que no estaba disfrutando con su pequeña excursión. Pedro era consciente de que había sido un acto un poco infantil, pero había saboreado la reacción del muchacho al verle sacar su caballo favorito del establo, un brioso animal de capa negra, y montarlo sin dificultad. 


El chico había echado un vistazo a las líneas elegantes y fluidas de aquel magnífico caballo y al control que Pedro ejercía en él sin dificultad y los ojos se le habían puesto del tamaño de un dólar de plata.


«No te olvides de contárselo a la abuela Paty», hubiera querido decirle, pero eso habría sido mezquino.


Si la actitud de Hernan era la de un chico duro, su hermano menor era la del pensador. Era listo como un conejo pero también parecía demasiado preocupado porque todo el mundo se llevara bien, todo el mundo excepto su hermano mayor y él.


Kevin parecía siempre dispuesto a complacer y cualquier cosa despertaba en él una gran excitación, desde la pareja de faisanes que habían asustado al subir colina arriba hasta la vista que se disfrutaba de su casa desde allí.


—¡Aquí hay uno! —gritó Kevin desde más lejos—. ¿Qué tal éste?


—Vamos a verlo —contestó Pedro, y puso al caballo en dirección hacia el punto del que provenía la voz. Era un abeto de douglas, con sus típicas agujas suaves y suavemente perfumadas, de unos cinco metros de altura y con la forma perfecta para interpretar el papel de árbol de Navidad.


—Es precioso —dijo Kevin.


—Estoy de acuerdo con Kevin, chicos. Has tenido buen ojo, muchacho. Es perfecto.


—¡Gracias, señor Alfonso!


El más pequeño de los Chaves le dedicó esa sonrisa desdentada que tan encantadora le parecía mientras sus hermanos llegaban cada uno a un lado de él.


Dario lanzó un silbido de apreciación.


—Sí que lo es. Ojalá lo hubiera visto yo antes.


—¿Estáis majaras? —se burló Hernan, decidido a quedar por encima como el aceite— Es demasiado alto. Tendrás que cortarlo por arriba.


—No si lo coloco en el salón. El techo tiene seis metros de alto y ese árbol no mide más de cinco, sino me falla el ojo.


—Si usted lo dice...


—Sí —contestó, ocultando la gracia que le hacía que el muchacho no diera su brazo a torcer—. ¿Quieres ayudarme a hacer los honores?


—¿Qué honores?


Pedro le mostró la motosierra que había traído y los ojos verdes de Hernan brillaron por primera vez.


—¿Quiere que le ayude a cortarlo?


—Si crees que puedes hacerlo.


—¿Puedo ayudar yo? —preguntó Kevin, muy alborotado.


Era una pena tener que desbaratar tanta ilusión, pero no podía ser. Era fácil imaginarse lo que diría Paula Chaves si le devolvía a uno de sus hijos con algún dedo de menos.


—Esta vez no —le dijo como si fuera a haber otra—. Dario y tú tenéis que alejaros un poco. Volved junto a los caballos.


—¿Por qué puede ayudar Hernan y yo no? —preguntó Kevin.


Pedro enarcó las cejas y le dedicó la misma mirada que le lanzaba a un empleado cuando se pasaba un poco de la raya. Kevin no se dio por aludido.


—¿Eh? ¿Por qué no puedo ayudar yo también? —insistió.


—Porque lo digo yo —le contestó, y nada más oírse pronunciar aquellas palabras recordó por qué había jurado que nunca tendría hijos, porque no quería volverse uno de esos adultos que sólo eran capaces de repetir las frases de sus padres.


Pero seguramente aquellos clichés no se usarían si de vez en cuando no sirvieran para algo. Kevin suspiró y se alejó hacia los caballos donde le aguardaba Dario.


—¿Sabes usar una motosierra? —le preguntó a Hernan.


—¿Usted no? —replicó el chico con un matiz de beligerancia en la voz.


—Claro que sí.


Dio unos pasos, la arrancó y se la pasó. Al chico le brillaban los ojos al oír el ronroneo del motor. Pedro colocó la sierra en el punto adecuado del árbol.


—Sujétala fuerte.


El muchacho no retiró las manos de la sierra ni cuando encontraron un nudo y dio un pequeño retroceso.


Pero cuando el árbol se desplomó a su lado, dio un pequeño grito e instintivamente se acercó al lado de Pedro. Un extraño nudo se le formó en la garganta pero no dijo nada.


—¡Genial! —exclamó Dario.


—¡Sí, genial! —repitió Kevin.


—Buen trabajo, Hernan —le felicitó Pedro.


—Podría haberlo hecho yo solo —contestó el chico.


—Seguro que sí.


—¿Cómo vamos a llevarlo hasta su casa? —preguntó Dario frunciendo el ceño.


—He traído cuerda, y Bodie es lo bastante fuerte para arrastrarlo colina abajo. Además, como no estamos lejos, no creo que tenga problemas.


Los chicos fueron más un estorbo que una ayuda a la hora de extender la cuerda, pero a Pedro no le molestó. No era una mala forma de pasar una tarde de diciembre. Desde luego que no.


—Si quiere, podemos ayudarle a ponerlo en su casa —dijo Dario cuando llegaban ya al valle.


—Y a decorarlo también —añadió Kevin.


—Se nos dan muy bien los adornos de Navidad —dijo Dario—. Nos lo ha dicho mamá.


—Sí. Este año sólo he roto una campanita porque la hice sonar muy fuerte —le contó Kevin—. Y además dijo mamá que es que era muy vieja.


Pedro se encogió al imaginarse bolas rotas por todas partes y espumillón adornando hasta el último rincón de la casa.


—Os lo agradezco, pero ya cuento con ayuda para eso.


Mariza le había asegurado que le enviaría toda una armada de decoradores de Jackson Hole. Sus invitados no iban a llegar hasta la tarde, y cuando se presentaran su casa desbordaría espíritu navideño.


Gracias a los hermanos Chaves. De no haberse presentado con aquel inesperado regalo, no habría caído en lo del árbol. Estaba en deuda por ellos. Por eso y por la deliciosa tarde que habían pasado.


—Pasaremos por mi casa a dejar el árbol y después os llevaré a casa.


Lo cual era sólo un gesto de buena vecindad que nada tenía que ver con el deseo que pudiera sentir de volver a ver a su madre.




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