martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 46
—Espero estar haciéndolo bien. No soy bueno envolviendo regalos.
—Están estupendos —sonrió Paula desde el sofá—. De todos modos, a los niños les da lo mismo cómo esté hecho el paquete. Seguro que ni siquiera reparan en el envoltorio. Tardarán unos diez segundos en destrozarlo.
Ya le gustaría a él presenciar la mañana del día de Navidad en casa de los Chaves. Ver la alegría y los nervios en sus caritas, el ruido y la confusión. Sería una experiencia completamente nueva para él, una experiencia que soportaría encantado, por descabellado que pudiera parecer.
—Si quieres puedo cambiar de canal —dijo Paula cortando el hilo de sus pensamientos—. Habrás visto esta película un millón de veces.
—Pues no, la verdad. Sólo he visto algunos trozos, y hace años de eso.
—¡No puede ser! —exclamó ella con expresión teatral—. ¡Imposible!
Su sonrisa se desvaneció. Pensó en hacer un comentario jocoso, pero decidió decir la verdad.
—No me crié en un lugar parecido a Bedford Falls.
Ella lo miró unos segundos como si quisiera calibrar hasta qué punto le había sido difícil hacer aquella confesión.
—¿Ah, no?
Obviamente esperaba que continuase, y ahora que había abierto la puerta, no estaba seguro de querer seguir adelante. Pero la dulce compasión que veía brillar en sus ojos le arrancó las palabras.
—Mi padre nos dejó antes de que yo naciera, y mi madre se pasó la vida peleando contra la depresión y las drogas. O sea, que mi niñez fue bastante... caótica. Casas de acogida, refugios... yendo y viniendo de acá para allá con mi madre cuando conseguía estar limpia. Pasé un tiempo en el rancho que mis abuelos tenían cerca de aquí, en Ashton. Bruno y Nilda Jameson.
Ella arrugó el entrecejo, pensando.
—Esos nombres me resultan familiares. Espera... creo que conocí a tus abuelos. Iban a la tienda de comestibles de mi padre cuando yo era pequeña. Recuerdo que a tu abuelo le gustaba llevar caramelos de toffée en el bolsillo.
El recuerdo le hizo sonreír. Quiso con locura a sus abuelos y habría sido feliz si se hubiera quedado para siempre en su pequeño rancho.
Pero su madre no se llevaba bien con ellos y se enfureció al descubrir que habían solicitado su custodia permanente. Un buen día del mes de marzo se presentó en el colegio al que asistía y se lo llevó de Idaho. Nunca volvió a ver ni a Bruno ni a Nilda.
Aquel primer año consiguió hacerles algunas llamadas a escondidas, pero su madre siempre se enteraba y le hacía lamentarlo, de modo que terminó por perder el contacto con ellos. La primera vez que intentó escaparse tenía trece años. Decidió llamarlos y se encontró con un mensaje grabado en el que se decía que ese número ya no existía. Un tiempo después supo que los dos habían muerto con seis meses de diferencia, y que nunca habían dejado de buscarlo.
Mejor dejar a un lado aquellos tristes recuerdos.
—¿Y tú? Seguro que veías esta película todos los años.
Ella negó con la cabeza.
—A Jose no le gustaba. Decía que era demasiado ñoña —sonrió—. A mí siempre me ha gustado la Navidad más que a él, aunque me aguantaba con buen humor cuando yo me volvía loca decorando la casa y con el resto de preparativos.
Los celos que le inspiró conocer algunos detalles de los años felices que había compartido con su esposo le dejaron anonadado.
—Debes de echarle mucho de menos.
Le vio fijar la vista en la pantalla y creyó que no iba a contestarle, pera tras un momento, quitó el volumen de la televisión:
—Era un hombre bueno y un padre maravilloso. Durante el primer año no me sentía capaz de seguir adelante, pero he aprendido que el tiempo lo suaviza todo.
Pedro pensó en los primeros meses tras la muerte de Susana y de Enrique; estaba convencido de que no quedaba luz en el universo. Poco a poco esa luz perdida fue encontrando pequeños resquicios por los que brillar, primero pequeños agujeritos que poco a poco fueron haciéndose más grandes, hasta que se dio cuenta de que la vida seguía.
Paula sonrió.
—Estamos en Navidad. Nunca voy a olvidar a Jose... no podría, pero este año quiero concentrarme en mis muchas bendiciones. Tengo cuatro hijos sanos y hermosos, un techo bajo el que guarecemos, buenos vecinos, amigos y una familia que nos apoya, y tengo un negocio que está empezando a despegar. La vida me ha concedido muchas bendiciones.
Estaba claro que era una mujer que amaba la vida, que salía a su encuentro. Muchas otras habrían utilizado lo que ella había pasado como excusa para amargarse o endurecerse, mientras que ella era un faro de luz brillante para todos los que tenía a su alrededor. Lo había visto en la fiesta de su casa. Los Hertzog habían respondido ante ella precisamente por el modo en que brillaba en la vida.
Muchos le considerarían a él el más afortunado de ambos, al menos materialmente. Había conocido un gran éxito en los negocios, era dueño de casas en tres estados, tenía empleados leales. Y ése era sólo el comienzo.
¿Cuándo había catalogado por última vez todo lo que poseía, y cuándo se había detenido un instante a apreciarlo?
Se sentía pequeño, insignificante e ingrato.
Volvió a la tarea de envolver regalos, en concreto un montón de libros que seguramente serían para Dario, y quedaron sumidos en un cómodo silencio.
—Hecho —dijo Pedro poco después cuando terminó de envolver el último de los regalos, una preciosa muñeca rosa y blanca para Julia. Paula no contestó, y al volverse a mirarla vio que tenía los ojos cerrados y que respiraba acompasada.
Había tenido un día infernal. No era de extrañar que se hubiera quedado dormida. Se quedó contemplándola un momento, meditando sobre la aparente fragilidad que cubría su fuerza indomable.
Necesitaba probar más su propia cocina: quizás sus maravillosos postres pudieran ponerle algo más de carne sobre los huesos.
Un extraño sentimiento se despertó en él viéndola dormir Algo tierno y aterrador. Respiró hondo e hizo todo lo posible por esconderlo en un rincón de su corazón.
—Paula, voy a llevarte a la cama.
Parpadeó varias veces y le dedicó una sonrisa tan delicada, tan libre y tan sincera que lo dejó sin aliento.
—Siento despertarte, pero estarás más cómoda en tu cama.
—Es verdad. Gracias.
Hizo ademán de levantarse, pero él se lo impidió.
—Ni se te ocurra. Si apoyas el pie, lo vas a pagar caro.
—¿Ah, sí? —le desafió.
—Sí. El médico te dijo que no lo apoyaras, ¿recuerdas? Yo te llevaré —sentenció, aunque no estaba seguro de poder confiar en sí mismo con todas aquellas emociones que le ardían dentro.
—Puedo subir las escaleras marcha atrás.
—He dicho que yo le llevo —insistió, y la tomó en brazos. Era demasiado perfecta, un peso dulce y cálido en sus brazos, y deseó no soltarla nunca.
Ella no le miró a los ojos mientras la subía. Los dos iban en silencio y se preguntó qué andaría pensando para que las mejillas se le sonrojasen así.
—Es la última puerta a la izquierda —dijo en voz baja cuando llegaron al primer piso. El pasillo era estrecho y tuvo que apretarla más contra si, de tal modo que notaba incluso su respiración.
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