martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 54




Algo le estaba pasando a Pedro. Lo veía en sus ojos.


No tenía ni idea de por qué los regalos tan sencillos que los niños y ella habían podido preparar a última hora habían provocado aquella palidez en su semblante. Le habían afectado de tal manera que deseó no haber tenido nunca la idea.


Estaba midiendo los ingredientes para una crema de arce con la que le gustaba bañar los rollitos cuando alzó la mirada y se encontró con Pedro en la puerta de la cocina. Traía el sombrero en la mano y la chaqueta puesta.


—Tengo que irme —dijo con voz solemne y el azul de los ojos cargado de emociones que no podía ni imaginarse.


—¿Adónde? —le preguntó frunciendo el ceño.


—Les di el día libre a Bill y a Merina, así que tengo que ocuparme de los caballos.


—Ah, claro. ¿Necesitas ayuda? Puedo pedirle a Hernan que te eche una mano.


—No —contestó cortante.


—Bien. Eh... había pensado cenar hoy pronto ya que todos hemos madrugado tanto. ¿Terminarás pronto?


La miró a los ojos y Paula creyó entrever un brillo de angustia, pero fue tan breve que no pudo estar segura.


—Seguramente no.


—También podemos dejarlo para más tarde. No pasa nada.


—No te preocupes por mí, Pau —contestó con determinación—. Tomaré un bocado en la casa. Ya te manejas bien, ¿verdad? Ya no me necesitas.


Por supuesto que le necesitaba. Mucho más de lo que se atrevería a admitir.


—Hoy tengo el tobillo mucho mejor —dijo. Al menos eso era cierto—. Gracias otra vez por habernos ayudado en los peores momentos.


Rozó el borde del sombrero con la palma de la mano y Paula tuvo la impresión de que iba a decir algo, pero al final no lo hizo.


Algo iba mal, muy mal. En su expresión había una distancia que no estaba allí antes. ¿Qué habría provocado ese distanciamiento? ¿El caos de la mañana quizás, o sus humildes e improvisados regalos?


En realidad, ¿quién se atrevía a regalarle un bote para lápices hecho con una lata de sopa al presidente ejecutivo de una de las mayores empresas de innovación tecnológica?


Recordó entonces el beso tan tierno y sorprendente que habían compartido la noche anterior y las emociones que los habían envuelto, y se preguntó si aquella magia no habría sido producto de su imaginación.


No. Había sido real. Pero Pedro le había dejado muy claro que a pesar de la atracción que sentía hacia ella, no quería tener que cargar lo que acarreaba: pañales mojados, narices llenas de mocos, críos revoltosos y adolescentes con actitudes desafiantes.


Le estaba diciendo adiós. No hacía falta que se lo dijera con palabras para que lo comprendiera. 


Se marchaba, volvía a su vida real, y no podía hacer nada para impedirlo.


—Bueno... ya nos veremos—dijo él.


—Bien —contestó obligándose a sonreír, pero resultó falso—. Feliz Navidad. Pedro.


El asintió.


—Lo mismo te deseo.


Y sin una palabra más, dio media vuelta y salió.


Paula esperó a que la puerta se cerrara para llevarle la mano al estómago para acallar el vacío intenso que sentía por dentro.


Le había dicho adiós. Y no sólo para el día. Ya no iba a volver. Quizás se encontraran por casualidad, ya que era su vecino más próximo, pero volvería a ser meramente conocidos, no el amigo más íntimo que había tenido desde hacía tiempo.


¿Amigo? El término amistad no expresaba la verdad. Se apretó de nuevo el estómago y entonces cayó en la cuenta de qué era lo que había ocurrido exactamente.


Se había enamorado de él.


Se había enamorado de Pedro Alfonso, presidente de Alfonso Enterprises.


¿Cómo había podido ser tan estúpida?


La muñeca comenzó a dolerle de pronto, pero no era nada comparado con el dolor que sentía en el pecho y que ninguna pastilla podría apaciguar


Estaban en Navidad, maldita sea. Maldito fuese él. Era el tiempo de la paz, de la esperanza. 


¿Cómo podía sentirse tan desgraciada?



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