martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 11





¿Por qué demonios no se iba ya a su casa?


Paula volvió a la cocina después de haber vuelto a rellenar la mesa del bufé, luchando contra el deseo de meter la cara en una jarra de agua helada.


Qué ridículo tan espantoso.


Había entrado y salido al menos media docena de veces para circular entre los invitados con más tarta de queso y bocados de toffée. Cada vez que atravesaba la puerta se juraba que no le prestaría la más mínima atención a Pedro Alfonso, pero en cuanto ponía un pie fuera de la cocina lo buscaba con la mirada y lo encontraba sin titubear estuviera donde estuviese.


No debería sobresalir tanto, y ella no tenía por qué perseguirle como un misil guiado por calor. 


No es que llevase uno de esos trajes de diseño italiano o algo así. De hecho lo que llevaba puesto era perfectamente adecuado a la ocasión: pantalón caqui, camisa azul claro de vestir y chaqueta informal que seguramente le habría costado más que toda su compra del supermercado.


Pero es que el condenado era demasiado guapo, con aquel pelo ondulado y negro y sus ojos azules de mirada intensa. Tampoco contribuía a que le pasara desapercibido la descuidada elegancia con que llevaba la ropa, completamente ajena a la gente de Pine Gulch. 


Es más: parecía un halcón tomando el té con una bandada de estorninos.


—Es la fiesta de la asociación de ganaderos, ¿no? Y puesto que tengo un rebaño de cuatrocientas cabezas en Alfonso's Nest, ¿no le parece que tenga derecho a estar aquí?


Si él tenía algún parecido con el ranchero medio, ella era Julia Child: la chef norteamericana, que presentó la cocina francesa y sus técnicas culinarias al gran público norteamericano a través de sus muchos libros de cocina y programas de televisión.


—No me puedo creer que ese hombre haya tenido el valor de presentarse aquí.


Paula se dio la vuelta. Su cuñada acababa de entrar en la cocina con otra bandeja vacía.


—¿Qué hombre? —preguntó haciéndose la despistada, como si hubiera podido dejar de pensar en él ni un solo instante en lo que llevaban de fiesta.


—¡Alfonso! —su expresión enfadada parecía no encajar con su dulce fisonomía— ¿Es que tiene que estropearlo todo? No le basta con quitarte el rancho y construirse un Taj Mahal en él, sino que ahora tiene que aparecer como si fuera el dueño de la ciudad.


—No me ha quitado nada, Teresa, y tú lo sabes. Me pagó un buen dinero por el rancho, y la casa que se ha construido es grande, sí, pero no obscenamente grande.


—Es la más grande de la ciudad. ¿Quién necesita una mansión de tres mil metros cuadrados en mitad de ninguna parte? ¿Tienes idea del batacazo que se va a llevar si alguna vez tiene que vender el rancho? ¿Quién va a querer enterrar tanta pasta teniendo en cuenta cómo están las cosas?


—¿Por qué todo tiene que reducirse contigo al valor de la propiedad inmobiliaria?


Teresa hizo una mueca.


—No puedo evitarlo. Tengo la cabeza llena de préstamos a valor y custodias.


Cuando no la ayudaba a servir la comida de su empresa, Teresa estaba estudiando para obtener su permiso de agente de la propiedad inmobiliaria.


—Alfonso debería haber echado un vistazo a la situación del mercado por aquí antes de construirse su mega casa.


—Me parece a mí que el mercado le importa bien poco. Tiene el dinero y la tierra, y se siente libre para construirse la casa que le dé la gana.
Tenía que admitir que no le había hecho ninguna gracia que durante diez meses Alfonso's Nest hubiera sido un constante ir y venir de trabajadores, camiones y maquinaria, con todo el ruido y el polvo que acarrea. Sus hijos habían estado fascinados con todo aquel barullo, y sí, ella también se había quejado de la pasta que Pedro iba a meter allí y de los cambios que iba a acometer y con los que Jose y ella sólo habían podido soñar.


—Sigo pensando que no está bien —murmuró Teresa—. Este no es su sitio. Y tampoco está bien que traiga esa pinta de haberse escapado de un pase de modelos. No debería estar permitido que un hombre fuese tan rico y a la vez tan increíblemente guapo. No es justo.


—¡Teresa, que estás casada! —bromeó.


—Y muy felizmente casada, pero tendrás que estar de acuerdo conmigo en que ese hombre es letal.


Lo mejor que podía hacer es mantener la boca cerrada en aquel momento.


—Deberías ver a Annalee Kelley. Se lo está comiendo literalmente. Si consigue llevárselo al huerto, será la primera en ver por dentro Alfonso's Nest. O al menos uno de los dormitorios.


Mejor cambiar de tema.


—¿Qué tal están los pastelitos de cangrejo? Parece que a la gente le gustan, ¿no?


Teresa cambió de tema a regañadientes.


—Te quedan unos tres. Has hecho un trabajo fantástico, Pau. Como siempre. Todo el mundo está comentando lo delicioso de la comida y al menos media docena de personas me han pedido la receta de tu mousse de chocolate blanco.


Había trabajado como una loca para conseguir que todo estuviera perfecto. Era increíble el sentido de satisfacción que le producía.


—Gracias por lo mucho que me has ayudado en estas últimas semanas, Teresa. Me has salvado el cuello.


—De nada, tesoro. Me alegro de que éste vaya a ser el último sarao de la temporada. Estoy deseando irme al crucero. Pienso quitarme de la cabeza todo el rollo de las casas y disfrutar de la piscina bajo la sombrilla y con una copa en la mano.


Su hermano y su familia iban a marcharse el día de Nochebuena a un crucero de una semana de duración por la rivera maya.


—Yo no voy a tener sombrilla, pero también me alegraré de poder descansar un poco. Será agradable poder volver a la normalidad.


—Una normalidad relativa, viviendo al lado de la mansión Alfonso. Melina Parker me ha contado que tiene invitados este fin de semana. Si se organiza alguna de esas fiestas de andar desnudos por la casa bañándose en el jacuzzi, me avisarás, ¿vale? Lo digo por acercarme con los prismáticos de Pablo a echar un vistazo.


—Anda, ten —le dijo colocándole otra bandeja en las manos para distraerse del tema—. Son los últimos crostini. No quiero que quede nada.


Teresa sonrió y salió al salón con la bandeja.


Cuando Paula se aventuró a salir también, Pedro Alfonso no estaba ya, y tuvo que decirse que aquella sensación extraña y hueca en el estómago era sólo alivio de que por fin se hubiera marchado y que por fin pudiera concentrarse en su trabajo.


Porque de ninguna manera iba a creer que fuese desilusión.



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