martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 7
Lo miró parpadeando varias veces mientras los copos de nieve se le pegaban a las mejillas. Su primera reacción fue de desconcierto absoluto mezclado con gratitud, tanto por su preocupación porque llegara bien a casa como por su ofrecimiento de limpiarle el camino.
Una tarea menos de la que ocuparse, ¿no?
Sobre todo teniendo en cuenta que no era una de sus actividades favoritas.
Pero al mismo tiempo no le hacía gracia que pensara que estaba necesitada de caridad.
—Tengo un tractor con pala —le contestó—. Ya me ocuparé yo de quitar la nieve. De hecho lo habría hecho antes, pero aún no nevaba cuando he salido esta mañana.
¿Por qué demonios se sentía obligada a darle explicaciones?
—Enviaré a alguien —insistió—. Quédese en casa y no pase frío.
Antes de que pudiera contestar pulsó él el botón de su ventanilla y el cristal se cerró.
Paula le vio alejarse mientras el viento hacia ulular los álamos desnudos y los pinos de Oregón que bordeaban el río. Su vecino era un hombre desconcertante, imposible de clasificar.
Por un lado se mostraba arrogante y altanero, convencido de que el principal objetivo de la vida de su familia era molestarle tanto como fuera humanamente posible.
Por otro lado, tenía que reconocer que había sido amable con sus hijos el día de antes y que acababa de ayudarla a ella cuando en realidad podría haber vuelto la cara hacia otro lado.
El viento le atravesó la parka y volvió al garaje.
Tenía cosas mucho más críticas de las que ocuparse en lugar de obsesionarse, una vez más. con su nuevo vecino.
Tomó a la niña en los brazos y entró en casa acompañada de su charla. Sólo había podido reconocer una palabra de cada tres y ninguna de ellas parecía requerir respuesta, pero a su hija no parecía importarle mantener conversaciones consigo misma.
Era un verdadero encanto y mucho más fácil de llevar de lo que lo habían sido sus hermanos. No se quejaba cuando la sacaba de la sillita del coche y la ponía directamente en la trona ante un cuenco de cereales y una taza de leche mientras ella salía a buscar la compra.
Justo cuando entraba con el último viaje de comestibles sonó el teléfono. Pensó en no contestar, pero teniendo a los tres chicos en el colegio no podía arriesgarse a que fuera una profesora o, Dios no lo quisiera, el director.
—Teléfono, mamá.
—Lo sé, cariño. Ya voy.
Soltó las cosas en el último trocito vacio de la encimera y como a por el teléfono justo antes de que se conectara el contestador.
—Perdón. ¿Diga?
—Hola, guapa.
Sonrió al oír aquella inconfundible voz. Viviana Cruz era una de las personas que más le gustaban en el mundo. Su marido y ella eran dueños de un rancho que quedaba un poco más allá al borde del río en el que criaban un precioso ganado Murray Gray.
—¡Viviana! ¿Qué tal?
—Bien, gracias. ¿Y tú? Supongo que muy ocupada.
—Tienes razón, como siempre. Vivi, voy con un poco de retraso, pero te prometo que lo tendré todo a tiempo.
—No me cabe la menor duda. La comida estará deliciosa, seguro.
Al menos una de las dos mostraba confianza, pensó con los nervios aferrados al estómago. Su trabajo era muy importante para ella, y no sólo profesionalmente, sino personalmente. Viviana había corrido un gran nesgo contratando sus servicios para el evento que había organizado y al que acudirían todos los ganaderos de la asociación local de la cual era presidenta. Era el encargo más importante que le habían hecho desde que empezó seis meses atrás. Antes sólo había hecho pequeñas fiestas, pero en aquella estarían rancheros y empresarios de toda la zona sureste de Idaho.
Vivi le había dicho que también asistiría gente de Jackson Hole, y había pensado poner tarjetas donde la gente pudiera verlas fácilmente, además de poner una pegatina en su furgoneta con el nombre de su servicio, Cold Creek Cuisine.
—Gracias, Vivi. Eso espero.
—Te llamaba para preguntarte si necesitas ayuda.
Por desgracia la respuesta a esa pregunta era que sí, pero aún no podía admitir su derrota.
Podría salir adelante. Había planeado todo cuidadosamente y una gran parte de la comida ya estaba preparada. Su cuñada y su sobrina llegarían en un par de horas para ayudarla con los detalles de última hora, así que todo saldría bien.
—Creo que no va a ser necesario. Gracias por el ofrecimiento.
—Traerás a los niños, ¿verdad?
Cielos, no. Eso sí que sería una pesadilla.
—No. Esta vez no, Vivi. Mi sobrina Erika va a venir a casa a ocuparse de ellos mientras Teresa me ayuda a servir a tus invitados.
—Ya sabes que me encanta que vengan.
Sujetó el teléfono entre el hombro y la mejilla para seguir ordenando las cosas y sonrió. Vivi era una de las personas más francas que conocía. Desde luego era una bendición tener unos vecinos tan maravillosos. Cuando Jose sufrió el accidente con el tractor, todos los vecinos que vivían a lo largo de Cold Creek le habían ofrecido su ayuda al unísono: Guillermo, el marido de Vivi y los Dalton, propietarios del rancho más grande de la comarca, acudieron en su ayuda.
Mientras ella iba o venía aturdida desde el rancho al centro de traumatología en Idaho Falls aquellas horribles semanas en las que su marido quedó en coma, entre todos cuidaron de los niños, recogieron la cosecha de otoño de alfalfa e incluso recogieron el ganado del Wagon Wheel de sus pastos de verano.
Jamás podría pagarles lo que habían hecho.
—Y ellos te adoran a ti, ya lo sabes. Pero creo que tu fiesta irá mejor sin que mis niños anden por ahí metiéndose en líos.
—Si cambias de opinión, tráetelos. Las Navidades son para los niños, ¿no?
Aquellas palabras se quedaron reverberando en su cabeza después de que se hubieran despedido y colgado el teléfono y cuando se volvió a Julia y la vio bostezando en la trona a la espera de su siesta.
Sus hijos no habían disfrutado demasiado de la Navidad los últimos dos años, pero aquél se había prometido que sería diferente. Había decidido relajarse un poco después de la fiesta y pasarse las vacaciones disfrutando con ellos.
Perfecto. Todo tenía que ser perfecto. ¿Era pedir demasiado?
Los niños se lo merecían. Habían sufrido mucho con la pérdida de su padre, y las últimas Navidades felices parecían quedar a una eternidad.
Jose había fallecido el día después de Navidad, pero todos sabían que iba a ocurrir desde unos cuantos días antes. La muerte de un hombre de treinta y pocos años no era fácil de asimilar para la familia, pero la de su marido había sido particularmente dura. Tras el accidente del tractor pasó dos meses en coma, luchando con una complicación tras otra para al final, cuando ella creía que empezaba a mejorar, cuando se juraba que le había visto mover los párpados en respuesta a un apretón de manos o a un tono particular de su voz, una virulenta infección acabó con su organismo y su maltrecho cuerpo ya no tuvo capacidad para luchar.
La siguiente Navidad fue muy dura para los chicos, tan cerca del aniversario de la muelle de su querido padre, y además se habían visto obligados a pasarla con su tío porque Julia, nacida cinco meses después de la muerte de su padre, había tenido un problema pulmonar y habían tenido que ingresarla en cuidados intensivos pediátricos, lo cual la había vuelto a consumir de preocupación. Para colmo la madre de Jose, Pat, sufrió un accidente vascular severo una semana antes de Navidad, lo cual terminó de destrozarla.
Pero aquel año estaba decidida a que todo fuese distinto. La familia parecía estar en forma, aunque Patricia seguía luchando con su rehabilitación en el centro asistido de Idaho Falls. Su negocio empezaba a despegar y la venta de Wagon Chaves había cubierto la mayoría de las enormes deudas contraídas por Jose.
No iba a permitir que nada le estropease aquella Navidad. Ni una tormenta, ni aquel abultado encargo para el que se sentía mal equipada, ni siquiera el hecho de que su furgoneta hubiera acabado estrellándose contra un banco de nieve.
Y mucho menos un arrogante vecino de intensos ojos azules.
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