martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 22
A pesar de las reconvenciones que se había hecho y de la confianza que le había manifestado Pedro, la tensión nerviosa estuvo revolviéndole el estómago toda la mañana mientras trabajaba en la cocina del Alfonso's Nest.
Mientras el reloj enmarcado en negro y colgado sobre la chimenea seguía inexorablemente con su avance, la tensión fue creciendo y transformándose en pánico. Acababa de terminar la última tanda de bollitos de manzana y canela y estaba preparando la salsa de champiñones para los crepés de pollo cuando oyó alboroto fuera de la cocina.
—Parece que los invitados ya han llegado —dijo Melina Parker.
Estaba al otro lado de la cocina y se había ofrecido a ayudar, una colaboración que Paula había agradecido encantada para que cortase la piña que iba a incluir en la bandeja de la fruta.
Los nervios le dieron un brinco en el estómago, pero se obligó a concentrarse en lo que tenía entre manos.
—Gracias otra vez por tu ayuda. Iría muy retrasada de no ser por ti.
—De nada. Sé lonchear y trocear, pero nada de organizar menús o de emplear la creatividad. ¿Qué más puedo hacer?
Paula miró a su alrededor. La cocina estaba bastante más desordenada que tres horas antes.
—Creo que los huevos a la benedictina con salmón están listos. Y los crepés están también a punto. ¿Podrías sacarlos a la mesa del bufé, por favor?
—Para eso estoy aquí.
Melina salió de la cocina bien cargada, de modo que cuando Paula oyó entrar a alguien un momento después dio por sentado que sería ella y no se volvió. Estaba demasiado ocupada sacando del horno el jamón asado con pifia.
—¿Puedes poner algunos bollitos más de plátano y nueces en la cesta y otros cuantos de arándanos para que haya la misma cantidad de todos?
—Eh.... claro.
Aquélla no era la voz que se esperaba y al volverse se encontró con Pedro en la puerta.
—Ay. lo siento. Creía que era Melina.
—No lo soy, pero no me importa hacer lo que me ha mandado.
—No es necesario —protestó, pero él ya se había acercado al fregadero a lavarse las manos.
—¿Qué tal va todo por aquí?
Aunque se había prestado a ayudar, no podía confiar en si misma estando él allí.
—Márchese, que no puedo hablar con usted ahora.
Pedro volvió a reír. Qué injusticia que incluso en mitad del caos que reinaba en la cocina aquel hombre fuera capaz de descontrolarle el pulso.
—La casa entera huele a las mil maravillas. Si todo sabe la mitad de bien que huele, no tiene nada de qué preocuparse.
—Eso es fácil de decir para usted, ¡pero ellos son europeos!
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Pues que son europeos y ricos, así que seguro que tienen contratado algún chef formado en Le Cordón Bleu. ¿Sabe dónde me formé yo?
—Ni idea.
—En el café del pueblo. Sí, me gradué en Ciencias de la Alimentación, pero mi experiencia práctica proviene de Lou Archeta, el cocinero del café. Trabajé con él durante todo el instituto y a veces me dejaba probar platos nuevos. ¡Ay, Dios mío, esto va a ser un desastre!
—Paula, relájese.
Se acercó y le puso una mano en el hombro, y por un instante ella deseó poder cerrar los ojos y empaparse del consuelo que le ofrecía. La fuerza de aquel impulso le sorprendió. Hacía tanto tiempo que no tenía en quién apoyarse...
Al menos desde el accidente de Jose. Quizás más. Su marido estaba siempre tan ocupado trabajando de catorce a dieciséis horas diarias intentando sacar a flote el rancho que enseguida se había visto obligada a ser autosuficiente.
Y en aquel momento la idea de poder compartir sus cargas con alguien, aunque fuera sólo por un momento le resultó una seductora tentación.
—Todo va a estar bien —dijo él, apretándole los hombros—. Le gustarán los Hertzog. Son personas cálidas y abiertas, sin pretensiones, y su comida los va a dejar sin palabras. Confíe en mí.
Eso quería hacer, no sabía él hasta qué punto.
Le estaba costando trabajo recordar que su relación era de buenos vecinos y de cliente y chef.
Era difícil, pero no imposible, se recordó, e hizo un esfuerzo para separarse de aquel calor y aquella fuerza tan tentadora utilizando la excusa de que debía darle la vuelta a las patatas una última vez antes de servirlas.
—Al menos no vamos a tardar en averiguarlo, ¿verdad? —murmuró, y colocando las patatas y la guarnición tomó la fuente en las manos como si fuera un escudo y salió al comedor
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