martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 24





Una vez concluida la comida, intentó mantenerse alejado de la cocina.


Los Hertzog decidieron retirarse a sus habitaciones durante un rato para abrir las maletas y descansar antes de salir a montar, lo cual le dejó un poco deshilvanado y sin nada que hacer.


Tenía un montón de trabajo del que podía ocuparse: contratos que estudiar, llamadas que hacer, informes que leer.


Pero todo ello palidecía frente al deseo que sentía de estar cerca de Paula Chaves.


Aunque lo despellejaran vivo no podría entender la intensa atracción que sentía hacia aquella mujer, algo que no le gustaba demasiado. Por supuesto era una mujer encantadora, con aquellos sorprendentes ojos verdes, su suave cabello rubio y sus delicadas facciones. Y eso que él estaba acostumbrado a estar rodeado de mujeres hermosas, pero ninguna le había fascinado tanto como ella.


Justificó la entrada en la cocina diciéndose que había estado tan nerviosa antes de la comida como un gato con una lata atada al rabo, que diría su abuela.


Estaba en la obligación de tranquilizarla. Debía decirle que los Hertzog habían devorado su comida y que la habían alabado en varias ocasiones.


Sólo un momento. Alabaría su cocina, insistiría en su agradecimiento y volvería a su despacho en cuestión de minutos para ponerse a trabajar.


La oyó antes de verla. Estaba cantando suavemente un villancico que de algún modo sonaba más encantador en aquel entorno que la versión que había escuchado a una diva de la ópera en San Francisco unas semanas atrás.


Permaneció en el pasillo que daba a la cocina y dejó que la dulzura de la tonada lo empapase, que lo imbuyera con su letra de bebés, baberos y esperanza en el futuro.


Cuando la canción terminó, respiró hondo un par de veces y entró fingiendo venir de cualquier parte de la casa. Seguramente no le haría gracia saber que había estado espiándola.


—Ah, hola —lo saludó al verlo entrar mientras removía algo en un cuenco.


Pedro se obligó a sonreír sin comprender por qué le dolía de aquella manera el pecho.


—Sabía que era buena cocinando, pero no me imaginaba que su comida iba a ser el primer éxito del día.


—¿Ha estado bien entonces? —le preguntó, pero enseguida hizo una mueca—. Olvide la pregunta. Me prometí que no iba a hacérsela.


—¿Por qué no?


Ella se encogió de hombros y siguió con la mezcla.


—Estoy segura de que, si mis comidas no fueran de su agrado, me lo diría.


—¿Tan ogro me considera?


No pretendía que le contestara la pregunta, pero ella frunció el ceño como si la considerara.


—Un ogro no, más bien un hombre que exige perfección. O al menos la perfección de que seamos capaces los simples mortales.


—En ese caso, mis expectativas han quedado más que colmadas. La comida ha sido perfecta. Estoy seguro de que mucho mejor que la que Michael Sawyer hubiera podido preparar.


Su sonrisa le dejó sin habla.


—Gracias, Pedro. Me alegro de que la haya disfrutado.


—Y no he sido el único. Frederick y su esposa también lo han comentado.


Ella volvió a sonreír.


—No se imagina lo aliviada que me siento. Ahora a lo mejor soy capaz de relajarme un poco para la cena.


Pedro sintió un repentino impulso de quitarle los nervios con un beso, un impulso tan sorprendente que tuvo que disimularlo abriendo la nevera y sacando una botella de agua.


—¿Ha tenido ocasión de utilizar el horno de vapor? —le preguntó. Sabía que debería marcharse ya, pero no encontraba el modo de salir de aquella cocina fragante y acogedora.


—Sí, y es una maravilla. He preparado los pudines pequeños de Navidad en él, y nunca me habían salido tan buenos.


Le brillaban los ojos cuando hablaba de cocina. 


Nunca había conocido a nadie tan encantado con un simple pastelito de Navidad, y aquel entusiasmo le resultaba fascinante. Refrescante.


—Me alegro.


—Voy a hacer el pan para esta noche en él. Estoy deseando ver cómo sale. Se supone que debe dejar la corteza crujiente y la miga suave.


—¿Hace también el pan?


Era un concepto totalmente desconocido para él.


—Claro. No esperaría que fuese a servirles pan de molde a sus invitados, ¿verdad? ¡Son europeos!


Pedro no pudo evitarlo y se echó a reír. Ella se quedó mirando su boca y de pronto el aire cambió. Aquellas corrientes eléctricas volvieron a cargarlo y Paula se sonrojó.


¿En qué estaría pensando para que su piel adquiriera aquella tonalidad tan encantadoramente sonrosada? ¿Y por qué le estaba mirando la boca?


Quería besarla. Quería abrazar a Paula Chaves y besarla en aquella cocina que olía a canela y a especias.


Pero no podía hacerlo. Ella no estaba interesada y seguramente le daría una buena bofetada si intentaba hacerlo.


O quizás no.


Podría haberse marchado de la cocina y dejarla con su pan, pero justo en aquel momento comenzó a mover con más fuerza de la cuenta el contenido del cuenco y éste se le escurrió de las manos. Estaba lo bastante cerca para intentar evitar que cayera y acabaron el uno frente al otro sujetando ambos el cuenco.


Sintió su calor, su energía contenida y de nuevo su mirada se le clavó en los labios. Sabía que debía dar un paso atrás, pero aquella mujer era tan suave, sus curvas tan sensuales y su boca tan apetecible y estaba tan cerca que el deseo de probarla creció hasta escapar a su control.



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