martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 12
—Alguien quiere verle.
Pedro levantó la mirada del ordenador. La mujer de su capataz, Melina, que trabajaba como ama de llaves en el Alfonso’s Nest, le había hablado desde la puerta con un trapo de limpiar el polvo en una mano y una sonrisita divertida en sus rollizas facciones.
—¿Puedes ocuparte tú? Es que en este momento no puedo distraerme. Tengo una videoconferencia con Mariza.
Melina saludó con un breve gesto de la mano.
—Hola, Mariza.
Su hipereficiente asistente sonrió desde el monitor.
—Hola, Melina. ¿Cómo estás?
—No puedo quejarme, aunque esta mañana me he levantado con un poco de ciática, pero supongo que se pasará en cuanto este tiempo tan horrible se suavice un poco. Siento distraeros mientas hacíais vuestros planes para apoderaros del mundo, pero la persona que viene a visitarte me ha dicho que trae órdenes estrictas de hablar contigo y con nadie más.
—¿De quién se trata?
—Tendrás que verlo tú mismo. Hasta pronto, Mariza.
Melina desapareció y Pedro se quedó frunciendo el ceño. Ni Melina ni Nicolas eran los empleados más dóciles del mundo, y seguramente por eso le gustaban tanto.
—¿Va todo bien? —preguntó Mariza.
—Que me aspen si lo sé, así que será mejor que salga a ver qué pasa. ¿Puedes esperar un minuto?
—Claro.
Aunque se tratara de una emergencia que lo mantuviera alejado de allí toda la noche, sabía que Mariza seguiría esperándole sin despegarse del ordenador hasta la mañana siguiente.
Un incipiente dolor del cabeza le palpitaba en las sienes al mismo ritmo que la frustración que crecía en su interior. Menudo momento para interrupciones. Mariza y él estaban intentando cerrar varios proyectos antes de las vacaciones, una tarea ya bastante complicada haciéndola a larga distancia. Y aunque aún faltaban cinco días para Navidad, toda la comunidad laboral parecía haber decidido empezar a celebrarla ya.
Su frustración no mejoró al llegar al recibidor y encontrarse con los tres chicos de la vecina. El agua escurría de sus parkas y goteaba sobre su cerámica italiana de importación. El mayor de todos, Hernan se llamaba, traía dos pequeños paquetes en las manos.
El frío entraba por la puerta que se habían dejado abierta y vio dos ponis atados a la barandilla del porche delantero. Dos caballos y tres críos. Alguno debía verse obligado a compartir montura, algo que seguramente no le hacía gracia a ninguno de los dos jinetes.
—Hola, señor Alfonso —le saludó el mediano, Dario creía que se llamaba, el que tenía las gafas de metal y que parecía haberse erigido en portavoz del grupo.
—Hola, chicos. ¿Qué os trae por aquí?
—Nos envía mamá.
El trauma de días pasados parecía haber quedado olvidado porque aquel diablillo sonreía de oreja a oreja.
—Esto es para usted.
Hernan le ofreció los paquetes casi sin mirarlo. Pedro se dio cuenta entonces de que se trataba de pequeños contenedores con los colores de la Navidad que debían traer en su interior algo de comida.
—Mamá nos ha dicho que le digamos que los rollitos de espinacas los tiene que meter en la nevera pero que las galletas las puede dejar fuera.
—Espero que sean de las de canela y crema —dijo sonriendo de nuevo—. Son mis favoritas.
—Muy bien.
No sabía cómo responder a aquella inesperada visita ni a sus regalos.
—Dile lo que le teníamos que decir —le susurró Dario a su hermano mayor.
Hernan frunció el ceño y recitó:
—Tenemos que decirle que sentimos habernos metido en su finca el otro día y darle las gracias por llevar a Kevin a casa cuando se cayó de la cerca y por sacar nuestra furgoneta ayer de la nieve.
—Ah... de nada.
No tenía ni idea de qué se le podía decir a un vecino que se sentía en la obligación de regalar galletas. Aquél estaba siendo un momento inesperado y algo surrealista. Aun así, la posibilidad de volver a disfrutar de la cocina de Paula Chaves le estaba haciendo la boca agua.
—Tu casa es muy grande —dijo Kevin mirando a su alrededor—. Parece un castillo.
—La abuela Paty dice que es una ciudad monstruo —repitió el insulto el mayor con absoluta tranquilidad—. Dice que lo hace por presumir.
—¿Ah, sí? —dijo, preguntándose quién diablos seria la abuela Paty y después de llegar a la conclusión de que ciudad monstruo debía de querer decir «monstruosidad».
Dario lo miró con desconfianza.
—¿Eso es malo? ¿Lo que dice la abuela Paty es malo?
Pedro volvió a sentirse como pez fuera del agua y se preguntó cuál sería el mejor modo de animar a la visita a salir por la puerta.
—Depende.
—La abuela Paty dice esa clase de cosas todo el rato —contestó a modo de disculpa.
—No seas idiota. Cállate —espetó Hernan dándole un empujón a su hermano que le hizo tambalearse, y Pedro contuvo las ganas de darle un buen sermón sobre maltratar a los demás y en particular a los hermanos menores.
—Oye —dijo Kevin, que se había colado en el salón—, ¿dónde está tu árbol de Navidad?
¿Cómo demonios se había escabullido aquel crío con tanta facilidad? ¡Pero si hacía un instante que estaba ahí de pie, sonriendo tan tranquilo! Sus hermanos lo siguieron como una camada de cachorritos y a Pedro no le quedó más remedio que hacer lo mismo.
—¿No tienes árbol? —preguntó Dario sorprendido.
—Tengo uno pequeñito en la sala que hay junto a la cocina.
Un arbolito de metro y medio que su diseñador de interiores le había dejado el día de Acción de Gracias, que fue la última vez que estuvo allí.
—¿Podemos verlo? —preguntó Dario.
—¿Por qué no tienes uno grande aquí? —preguntó Hernan, que siempre tenía un tono retador.
—Pues supongo que porque no he tenido tiempo de ponerlo.
—¿No te gusta la Navidad? —preguntó Kevin como si no pudiera dar crédito a lo que oía.
¿Cómo explicarles a aquellos inocentes niños que la magia de las fiestas desaparecía muy deprisa cuando se vivía en el asiento trasero del coche de tu madre, adicta a las drogas?
—Claro que me gusta. En la otra casa de California tengo un árbol.
Su ama de llaves había insistido en ponerlo y decorarlo, pero eso no era necesario que lo supieran.
—Aquí no he tenido tiempo de ponerlo aún. Sólo hace cuatro días que he venido y tenía muchas cosas que hacer.
—Podríamos ayudarte a cortar uno —sugirió Dario, brillándole los ojos de alegría—. Sabemos dónde están los mejores. Siempre lo cortamos donde hace la cuesta el río, en la curva.
—Pero este año no hemos podido —murmuró Hernan—. Mamá nos dijo que sería robar porque ahora esa tierra es suya. Tuvimos que ir con el tío Pablo a comprar uno. Pero todos eran asquerosos.
El enfado del crío era con su madre por vender la tierra, no con él, pero aun así le molestó.
—¿Quieres que te enseñemos dónde están los buenos?
—Dario... —le advirtió Hernan.
—¿Qué? A lo mejor él no lo sabe. Sería divertido. Como cuando íbamos con... papá.
La voz del chiquillo tembló con aquella última palabra y Pedro sintió que se le encogía el estómago. No quería que un puñado de críos sin padre se entrometiera en su vida y que le hiciera sentirse mal por haberle pagado a su madre una suma sustanciosa por el rancho de la familia.
—Podrías montar en Peppy —sugirió el más pequeño—. Es el poni que compartimos Dario y yo.
—¿Estás tonto? Peppy no puede con tres. Es tan viejo que casi ya no puede con vosotros dos —espetó Hernan.
—Entonces podría ir con su propio caballo —sugirió Dario—. No está lejos. ¿Quieres que te ayudemos? Ya llevamos puestos los abrigos y todo eso.
—No seas bobo. ¿Por qué iba a querer nuestra ayuda?
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