martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 38
Tenía que volver a besarla.
El impulso fue tan fuerte que tuvo que agarrarse al borde de la encimera para resistirlo.
Le había invitado a compartir la cena del día de Navidad con ella y su familia. Con los niños, su encantadora hija y su suegra.
La perspectiva le resultaba en parte irresistible, pero el miedo que le inspiraba era todavía más fuerte.
¿Qué sabia él de la Navidad en familia? Cuando era un crío, el veinticinco de diciembre era sólo un día más, otra excusa para que su madre bebiera o se drogara hasta que perdía el sentido y él tenía que limpiarla y meterla en la cama.
Sólo en una ocasión había pasado una Navidad feliz: el año que estuvo en casa de sus abuelos.
Se había acostumbrado a tratarlo como cualquier otro día del año, quizás algo más incómodo porque el resto del mundo se detenía.
Si pasaba el día con Paula y su familia temía no ser capaz de volver a aquellos días tranquilos y solitarios con los que intentaba convencerse que disfrutaba.
—Olvídalo —dijo ella—. No debería haberte invitado.
Hasta que no la vio darse la vuelta no se dio cuenta de que debía de llevar un minuto mirándola en silencio.
—Es una tontería —continuó—. No tienes que sentirte obligado a aceptar, así que olvídate de que he abierto esta bocaza mía.
¿La misma bocaza en la que él no podía dejar de pensar? ¿La que le perseguía en sueños y que podía saborear cada vez que cerraba los ojos?
—Paula...
—Olvídalo, de verdad. Ha sido un impulso tonto.
—Nada de eso. Ha sido muy bonito.
Lo miró con los ojos muy abiertos y bastó para que él perdiera el control, se acercara y volviera a besarla tal y como venían soñando hacerlo desde aquella primera vez.
Apenas tuvo tiempo de musitar su nombre antes de que sus labios se rozaran. Casi se esperaba que diera un paso atrás, pero lo que hizo fue abrazarse a él y los restos de control que le quedaba se fueron por el desagüe.
Al sentir su pasión Pedro se apretó contra ella para sentir sus curvas y el aliento que tomaba en pequeñas bocanadas.
Su calor y su sabor bastaron para que la sangre se le bajara al vientre y tuvo una erección instantánea que le empujó a agarrarla por las nalgas y apretarla contra él. Paula dejó escapar un suave gemido y enredó las manos en su pelo.
Se besaron largamente hasta que él ya no fue capaz de seguir pensando coherentemente.
—Vamos arriba —murmuró—. Tengo una cama enorme en mi dormitorio que es mucho más cómoda que una encimera de mármol.
Supo que sus palabras habían sido un error colosal en cuanto las dijo, porque Paula se quedó helada en sus brazos. Aun así no la soltó.
Todavía no. No podía permitírselo. Volvió a besarla y apenas transcurrieron unos segundos antes de que le respondiera con una pasión que le dejó sin respiración.
Quería más. Tenía que tenerla en aquel instante, en aquel mismo lugar, y al infierno con la comodidad o el sentido común.
Deslizó la mano bajo su camiseta para sentir la tersa piel de su espalda y cambió la boca por el cuello y por el delicado escote en uve de la camiseta.
Paula le sujetó la cabeza allí un segundo, pero luego él fue vagamente consciente de que dejaba caer los brazos cuando él introdujo su lengua bajo el borde del sujetador.
—Para, Pedro —le pidió, empujándole por el pecho—. Por favor, para.
Tardó unos segundos en registrar sus palabras y se quedó inmóvil, traspasado de frustración.
Retrocedió un paso, pero fue incapaz de contener la retahíla de improperios aprendidos en su niñez por las calles.
Ella parecía muy alterada, pero no por aquel lenguaje, sino por la ferocidad de aquel encuentro.
Había permitido que todo se saliera de madre, algo que nunca hacía, y había sido ella quien había tenido que ponerle fin con palabras, no sólo con gestos.
—Paula, yo...
—No lo digas. No te atrevas a decir que lo sientes.
Tenía la respiración alterada y su pecho subía y bajaba rápidamente.
La verdad era ésa: que lo sentía.
—Iba a decirte que no estaré aquí para la cena de Navidad. Tengo que volver a San Francisco.
En aquel momento. Inmediatamente. Poco le importaba que le hubiera dado los tres días libres a su piloto. Si era necesario, tomaría un vuelo comercial. Tenía que volver al lugar en el que su vida era ordenada y racional, y en el que no tenían cabida una adorable pilluela de poco más de un año, unos críos parlanchines y revoltosos o encantadoras viudas de ojazos verdes y besos que empezaban a ser una obsesión.
—¿Quién es el que huye ahora? —le preguntó en voz baja, y al echarse mano al pelo que él le había revuelto vio que le temblaban las manos.
Deseaba más que nada en el mundo volver a tocarla, pero no podía confiar en sí mismo.
—Es una locura, Paula. Me atraes una barbaridad, más que cualquier otra mujer que haya conocido, pero no estoy acostumbrado a perder el control de este modo. No puedo permitir que vuelva a ocurrir.
Ella se echó a reír con aspereza.
—¿Y qué te hace pensar que voy a permitir que vuelvas a besarme?
—¿Qué podrías hacer para impedírmelo?
—Acabo de hacerlo, ¿no?
—Ya. Pero no querías que parara, ¿verdad que no?
Ella lo miró herida y él suspiró.
—No sé qué es esto que nos pasa, pero cuando nos besamos es como una explosión, como un fuego fuera de control. No tiene sentido.
—Pues no esperes que yo te lo explique, porque a mí me gusta tan poco como a ti.
Tenía que alejarse de ella. Era el único modo de recuperar el raciocinio. Tenía que sacarla de su vida, a ella y a sus hijos de una vez por todas, o mantenerlos tan lejos como fuera posible teniendo en cuenta que vivían al otro lado de la pequeña colina lateral de Alfonso's Nest. No le gustaba ser cruel, y la suegra a la que no conocía se le representó en la imaginación, pero no veía otra opción.
—Mira, la atracción física que siento por ti no puedo negarla, pero nunca debería haberte besado. Fue un error. No quiero sentirme atraído por ti y lamento haber perdido el control de ese modo. Contigo vienen responsabilidades y complicaciones que yo no puedo asumir... o mejor dicho, que no estoy interesado en asumir. El rollo de niños y familia no es para mí y contigo tendría que serlo, ¿no? Lo siento, pero no eres la clase de mujer que quiero.
Paula perdió el color de las mejillas y Pedro nunca se había despreciado tanto a sí mismo como en aquel momento.
—Todo claro, ¿no?
—Paula...
—No, Pedro. Te agradezco la sinceridad. Y puesto que vamos a ser tan honrados el uno con el otro y tan claros, ahora voy a decirte yo lo que pienso. Eres el último hombre con el que querría tener algo. Sí, te encuentro atractivo, pero también pienso que eres la persona más manipuladora y egocéntrica que conozco. Crees tener todo lo que podrías desear, pero la verdad es que tu mundo es frío y está vacío, y yo sentiría pena por ti si no fuera una absoluta pérdida de tiempo y energía, algo de lo que a mí me sobra poco teniendo en cuenta que soy una persona del rollo de niños y familia. Adiós, señor Alfonso.
Y se encaminó a la puerta.
Pedro deseó llamarla, disculparse, decirle que nada de cuanto había dicho lo sentía de verdad, pero no pudo porque debajo de sus palabras latía la verdad, así que se obligó a permanecer en silencio mientras ella descolgaba la parka de la percha del escobero con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancarla de la pared y después salió por la puerta de atrás dando un portazo.
El silencio quedó reverberando en la casa. La cocina que tan llena de aromas estaba en su presencia pareció de pronto un lugar desangelado, inhabitable.
Permaneció inmóvil un momento recordando sus desgarradoras palabras: «Crees tener todo lo que podrías desear, pero la verdad es que tu mundo es frío y está vacío, y yo sentiría pena por ti si no fuera una absoluta pérdida de tiempo y energía».
Había dado en el blanco. Una semana antes habría obtenido un gran placer de decirle que su vida era exactamente como la quería, pero ahora ya no sabía qué quería en realidad.
Tenía que salir de allí cuanto antes. Descolgó el móvil y llamó a Mariza para pedirle que organizara un modo de salir de allí cuando se dio cuenta de que no había visto aún la furgoneta de Paula tomando el camino de su casa.
Se acercó a la ventana y frunció el ceño. ¿Qué estaría haciendo? La furgoneta seguía aparcada allí, pero a ella no se la veía por ninguna parte.
Siguió mirando un momento más con desasosiego creciente y al final abrió la puerta.
El corazón se le subió a la garganta y sintió una oleada de pánico. No había llegado a la furgoneta porque no había ido más allá de los peldaños de la escalera: estaba tirada al pie, con los ojos cerrados y la cara tan blanca como la nieve que empezaba a cubrírsela.
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