martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 43




Él era presidente de una de las compañías líderes en el mercado de la innovación tecnológica del mundo, y no debería sentirse como un fracasado por saber hacer sólo macarrones con queso precocinados.


—Lo has hecho maravillosamente, Pedro. La verdad es que me sorprende que no te hayas marchado ya tirándote de los pelos.


—He sentido la tentación de hacerlo varias veces.


La sonrisa de Paula era afectuosa y agradecida y Pedro se dijo que el hueco que se le hizo en el estómago era sólo hambre.


—Te estoy muy agradecida por que te hayas quedado. Lo que siento es haberme quedado dormida y haberte dejado solo ante el peligro. No estaba en el guión.


—Lo necesitabas tanto como no apoyar el pie malo. Anda, siéntate y te serviré un plato de mis grasientos macarrones.


—¡Mm! Suena delicioso.


Y volvió a sonreír. ¿Cómo podría hacerlo si el efecto de los calmantes debía de estar desvaneciéndose ya?


Se acomodó en la única silla libre que había ante la mesa y Pedro le sirvió un plato de macarrones con queso. Era curioso las vueltas que podía dar la vida: ahora era él quien le daba de comer a ella.


—Gracias. De repente se me ha despertado un hambre de lobo.


El estómago le rugió enfadado. No había comido nada desde el desayuno que ella le había preparado para los Hertzog aquella mañana, de modo que se sirvió también unos macarrones y se sentó frente a ella.


Hacía años que no comía pasta precocinada y se llevó una sorpresa al comprobar que no estaban tan malos como se esperaba, particularmente si uno tenía el hambre suficiente.


También le sorprendió que los niños dejasen de pelear y se sentaran junto a ellos a la mesa para observarlos mientras comían.


—¿Qué habéis hecho mientras yo dormía? —preguntó la madre.


—Hemos bajado y hemos estado jugando al fútbol y a otros juegos —dijo Dario—. Ha sido genial.


—Sí, claro. Porque me has ganado seis veces seguidas —protestó Pedro.


Dario dejó escapar una risilla y él sonrió a su pesar. Tenía que admitir que se lo había pasado bien ese rato.


Ver que Paula se dormía le había aterrorizado, pero descubrió que los niños eran bastante divertidos y que casi lo único que necesitaban era un pacificador. Le resultaba muy curioso que pudieran ser tan distintos.


Y Julia era una mimosa. No había querido bajarse de sus piernas, por lo que mover la raqueta del Wii había sido bastante complicado.


—Y hemos hecho nuestras tareas sin que nadie haya tenido que recordárnoslo, mamá —continuó Dario—. Hemos dado de comer a los ponis y a Frannie y luego hemos quitado la nieve con las palas mientras el señor Alfonso nos preparaba la cena.


—Estoy impresionada —le dijo a Pedro—. ¿A qué clase mágica de obediencia has enviado a mis hijos mientras yo dormía?


—Es un secreto —contestó riendo. No iba a confesar que les había prometido que, si se portaban bien, les proporcionaría una copia del último videojuego que estaba creando una de sus empresas. Era un soborno, sí, pero había que utilizar las herramientas de que uno disponía.


Antes de que pudiera decirle nada, Julia bostezó todo lo que le daba de sí la mandíbula y Paula pasó a modo maternal.


—Estás agotada, ¿eh, tesoro? —le preguntó, apartando el plato—. Venga, que te llevo a la cama. A acostarse todo el mundo.


Los chicos iban a protestar, pero Pedro los miró significativamente y las protestas no llegaron ni a formularse.


—¿Qué hago yo? —le preguntó a Paula, que parecía aturdida al ver que sus hijos obedecían sin rechistar.


—Los chicos pueden ducharse solos, pero a Julia hay que bañarla. ¿Podrías ayudarme?


Bañar a un bebé era una perspectiva aterradora, pero había prometido ayudarla y no podía elegir.


—Claro. Pero tendrás que decirme lo que hay que hacer. Bañar niños pequeños no está en mi currículum.


Paula sonrió.


—Entonces estás de suerte porque en el mío sí. 
Chicos, empezad a ducharos. Os espero aquí en media hora para leer el cuento.




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