martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 50




Jamás se había imaginado capaz de desear darle un puñetazo a una señora mayor, y mucho menos si esa señora andaba mal de la cabeza. 


Dos horas más tarde, Pedro estaba sentado a la mesa de la cocina en casa de Paula escuchando los hirientes comentarios de su suegra acerca de todo cuanto calentaba bajo el sol. ¿Por qué tomaban sopa en lugar del asado que ella esperaba? ¿Por qué los rollitos dulces eran comprados en lugar de aquellos otros tan exquisitos que preparaba ella? ¿Por qué iban a tomar tarta de queso en lugar de tarta de moras, que Paula sabía era su favorita?


Esperaba que la mujer se desahogara con él, y desde luego no habían faltado puyas, pero no le era difícil aguantar sus insultos sobre que tenía más dinero que buen gusto, y cómo estaba malgastando el dinero con sus planes de explotación ecológica de un rancho. Pero cuando empezó a atacar a su nuera, su sangre comenzó a hervir.


Iba a tener que decir algo ya que Paula parecía decidida a no defenderse, incluso después de que Paty insistiera en que Kevin necesitaba un corte de pelo y que el jersey de Hernan tenía un pequeño agujero ya que, al parecer, Paula no sabía cómo lavar la lana después de tantos años de hacerlo.


Y Paula seguía sonriendo con dulzura fingiendo no oír los comentarios de su suegra.


—No pensarás que ese pelo que llevas te queda bien, ¿verdad? —dijo sin venir a cuento—. Es como si acabaras de levantarte de la cama.


Ya estaba bien. No podía aguantarlo más. Abrió la boca dispuesto a decirle a aquella vieja urraca que su nuera era la mujer más guapa que había conocido en su vida cuando Paula negó vigorosamente con la cabeza.


Atónito la vio acercarse a su suegra y pasarle el brazo sano por los hombros para abrazarla.


—Mamá, cuánto me alegro de que hayas podido venir a celebrar con nosotros la Nochebuena. ¿Recuerdas lo mal que estábamos el año pasado en el hospital? ¿No es maravilloso volver a estar en el Wagon Chaves con la familia a nuestro alrededor?


Sus palabras surtieron el efecto deseado. Paty abrió la boca, pero la cerró sin decir nada y sus nietos rellenaron con su charla infantil el hueco que habrían ocupado sus desagradables comentarios.


—Creo que todo está listo. Paty, ¿puedes acomodar a los niños en el comedor?


La mujer aceptó el desafío de buen grado, lo cual hizo que Pedro se preguntara si aquella forma de hablar estaría provocada por la frustración ante sus propias limitaciones.


Aun así no se sintió inclinado a perdonarla, menos aún habiendo visto el daño que sus palabras le hacían a Paula.


—Lo siento mucho —se disculpó ella cuando quedaron solos en la cocina—. Esta noche está particularmente mal, y siento que te la estés tragando. No tienes por qué quedarte si no quieres.


Pedro la hizo callar poniéndole un dedo en los labios. Ella lo miró con sus enormes ojos verdes y él apartó rápidamente la mano no sin antes disfrutar de un placer prohibido al sentir el calor de su boca.


—Arremete contra ti sin piedad. ¿Por qué lo soportas?


Paula miró a su alrededor para asegurarse de que no la estaban escuchando.


—Hace un año no era así, te lo juro. Ojalá la hubieras conocido antes del ataque. Era una mujer dulce y divertida, y yo intento recordarla tal como era.


Jamás había conocido a nadie como Paula, una mujer que amase incondicionalmente y que pudiera apretar los dientes y sonreír ante las críticas.


—Tampoco es así constantemente. Normalmente días como éste vienen seguidos de días normales. Cruzaré los dedos para que mañana sea uno de ellos.


Siempre una optimista. Pedro sonrió y no pudo dejar de darle un beso en la frente.


Ella lo miró sorprendida por el gesto, pero Hernan entró en aquel instante en la cocina y Paula retrocedió con las mejillas arreboladas.


Fue un alivio que Paty permaneciese un buen rato en silencio mientras cenaban. Los niños habían preparado la mesa con un mantel a cuadros rojos y habían decorado los platos con hojas de acebo.


Tomaron tres clases diferentes de sopa a cual más exquisita, y nunca habría sabido que habían sido cocinadas con anterioridad de no haber ayudado a Paula a sacarlas del congelador antes de salir para Idaho Falls.


Después de la cena recogieron entre todos y después volvieron al salón en el que brillaba el árbol de Navidad un poco ladeado y profusamente adornado.


Pedro atizó el fuego mientras Paty se acomodaba en la mecedora y Hernan y Dario preparaban una mesita para jugar a las cartas.


La velada pasó con sorprendente velocidad cantando villancicos, comiendo palomitas y jugando a las cartas.


—Bueno, ésta será la última partida —dijo Paula en un momento dado. Julia estaba empezando a quedarse dormida e incluso Kevin ocultó un par de bostezos tras la mano.


—Hay cuatro regalos bajo el árbol envueltos en papel verde con lazos dorados. Hernan, ¿puedes ir a por ellos?


—¡Degalos! —se despertó Julia.


—¿Podemos abrirlos? —preguntó Kevin.


—Claro, pero sólo éste. El resto tendrán que esperar hasta mañana.


Kevin y Dario estaban nerviosos, pero Hernan parecía aburrido.


—¿No te apetece la idea? —le preguntó Pedro como quien le habla a otro hombre.


—Son sólo pijamas —contestó encogiéndose de hombros—. Todos los años nos los hace. Es una tontería.


¿Una tontería? Pedro miró los pijamas que los otros estaban sacando de sus papeles. Eran de franela de cuadros y parecían comprados en la tienda.


—¿Los ha hecho tu madre? ¿Los ha cortado y los ha cosido ella?


—Pues sí. ¿Qué creías que quería decir?


Era increíble. ¿De dónde sacaría el tiempo aquella mujer para coser cuatro pijamas? Su madre no era capaz ni de ir al Ejército de Salvación a comprarle un coche de juguete de segunda mano y Paula cosía un pijama para cada uno de sus hijos.


—Id a ducharos, os ponéis los pijamas y bajáis para que os haga una foto. Luego podemos leer —dijo Paula.


—¿Necesitas que bañe yo a Julia? —se ofreció.


—Ya la bañaré mañana por la mañana. Está cansada y se va a quedar dormida ya.


El asintió y la ayudó a cambiarla y a vestirla con aquel pequeño camisón que su abuela le había ayudado a sacar del paquete.


—No me puedo creer que les hayas hecho tú estos pijamas —dijo mientras se lo ponía a Julia.


Paula se encogió de hombros.


—No es nada. Bueno, la primera vez sí que me costó, pero llevo años ya utilizando esos patrones excepto el de Julia, claro, así que ya no me es difícil.


Quedaban aún un par de ellos envueltos, uno con el nombre de Hernan en la portada.


—¿Por qué ése tiene mi nombre? —preguntó el muchacho—. No me toca a mí. Escogí hace dos noches.


—Ábrelo —sugirió Paula.


El muchacho parecía algo aturdido; no obstante lo abrió y, al encontrarse con aquel pequeño libro negro en las manos, guardó silencio.


—Es la Biblia de papá —dijo en voz baja pasando la mano por las letras doradas. Parecía a puntó de llorar y Pedro sintió que se le hacia un nudo en la garganta.


—Se la regalamos nosotros cuando cumplió doce años —dijo Paty en el tono más dulce que le había oído en toda la velada.


A Paula le brillaban los ojos y apoyó la mejilla en los rizos de Julia.


—Tú ahora tienes diez. Eres casi tan mayor como tu padre cuando se la regalaron. He pensado que él querría que la tuvieses ya.


Hernan se pasó una mano por los ojos y respiró hondo.


—¿Quieres leer tú? —sugirió Paula.


—¿De verdad? ¿Quieres que lea yo?


—Adelante. Lucas, capítulo dos.


El chiquillo fue pasando las páginas como si fueran de oro hasta encontrar el capítulo requerido.


—Y en aquellos días César Augusto firmó un decreto...


Todos escucharon en silencio, incluso Dario y el nervioso Kevin.


Pedro nunca había escuchado nada tan intenso como la voz de aquel muchacho leyendo la historia de aquella primera Navidad en la Biblia de su padre fallecido. Tuvo que tragar saliva varias veces para contener la emoción que sentía.


No se había atrevido a mirar a Paula mientras Hernan leía, pero sí lo hizo cuando terminó y la vio secándose las lágrimas. Pero aun así sonrió y abrazó a su hijo.


—Perfecto. Gracias, Hernan. Tu padre se habría sentido muy orgulloso de ti.


El niño apretó la Biblia contra el pecho.


—¿Puedo quedármela en mi habitación?


—Claro. Sé que la cuidarás para que tus hermanos puedan leerla dentro de unos años. Bueno, ahora, todos a la cama.


Pedro esperaba que los chiquillos protestaran, ya que al fin y al cabo era Nochebuena, pero obedecieron sin rechistar.


—Yo también me voy a acostar —dijo Paty.


Paula la miró sorprendida.


—¿Ya quieres acostarte, mamá?


—Estoy cansada —contestó, algo molesta—. Ha sido un día muy largo.


—Por supuesto. ¿Necesitas que te ayude?


—Tú ocúpate de los niños.


—De acuerdo. Feliz Navidad, mamá.


Paty asintió y salió del salón con su andador.


—Yo llevaré a Julia —dijo Pedro, y tomó a la niña en brazos. No estaba dormida aún, pero casi, y con una sonrisa apoyó la mejilla en su pecho, y Pedro le puso una mano en la espalda sin saber qué hacer con las emociones que se le agolpaban en el pecho.



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