martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 5




Paula cerró la puerta una vez Pedro Alfonso salió de su casa y se preguntó cómo era posible que un hombre pudiera ser tan atractivo, con su pelo oscuro y ondulado y unos ojos azules tan profundos que no podía evitar quedarse mirándole cada vez que se encontraban, y al mismo tiempo tener el atractivo personal de un lobo al que se le hubiera clavado una astilla en el hocico.


La venta del rancho se había llevado a cabo casi en su totalidad a través de terceras personas. 


Paula sólo sabía de él que era una especie de tiburón de las finanzas y se había reunido con él brevemente cuando fue a inspeccionar las tierras, y claro, era de esperar que se mostrarse áspero y distante, pero había admirado en él los planes que tenía de mejorar las prácticas del rancho para que resultaran más respetuosas con el entorno.


Por supuesto eso había sido antes de que sus hijos decidieran portarse lo peor posible, y hacerlo en su propiedad.


No podía culparle porque se sintiera frustrado. 


Ella misma ya no sabía qué hacer para evitar que traspasaran los límites de la finca, pero no le había hecho ninguna gracia esa alusión velada a que sus hijos fueran unos salvajes enloquecidos a los que se les permitía correr a su antojo por todas partes.


—Mamá, ¿tengo que hacer mis tareas? —preguntó Kevin con voz quejosa—. Hernan dice que sí.


—Por esta vez a lo mejor Hernan saca la basura por ti si se lo pides como es debido.


—Me sigue doliendo la cabeza.


Tiró suavemente de él y le dio otro beso.


—Yo creo que no se te ha roto. Te has dado un buen golpe, sí, y tienes un buen chichón.


—Me he asustado mucho.


—No deberías haberte subido a la cerca del señor Alfonso, y tú lo sabes. Ni se os ocurra volverlo a hacer, porque la próxima vez podrías hacerte daño de verdad. ¿Y si te hubieras caído al pasto y anduviera por ahí alguno de sus toros?


—Qué va, mamá. Es que se me da muy bien, y me gusta ser el mejor en algo. A Hernan se le da muy bien montar en poni y Dario es muy bueno en matemáticas y esas cosas, pero yo no sé hacer nada.


—Es que sólo tienes seis años, tesoro. Ya verás cómo no tardas en darte cuenta de qué es lo que se te da mejor.


—¡Mamá! —la llamó Hernan—. ¿Podemos comernos una de estas tartaletas que hay aquí?


—¡No! —contestó, llevándose en brazos a la niña—. Son para la fiesta de mañana.


—Todo lo que haces es para alguna fiesta, o recepción, o una de esas tonterías. ¿Por qué no podemos comernos nosotros nada? —protestó.


—Puedes tomarte otra galleta cuando hayas dado de comer a los caballos. He hecho muchas.


—Yo quería una tartaleta —murmuró entre dientes.


Cómo no. Y si le hubiera dicho que galletas no podía comer, es lo que se le habría antojado. 


Quería mucho a su hijo, pero aquella manía suya de llevar siempre la contraria la ponía de los nervios. Hernan tenía sólo diez años, pero tenía la sensación de estar batallando ya con las cosas de adolescente de las que sus amigas tanto le habían hablado.


A lo mejor aquello encerraba una lección en sí mismo, pensó después de que Hernan y Dario hubieran salido a ocuparse de sus tareas en el granero y una vez ella estaba de nuevo ocupándose de los preparativos para la última fiesta de la temporada.


Pedro Alfonso era lo prohibido para ella. Aparte del hecho de que no le gustara como persona, era un multimillonario con la reputación de ser capaz de descubrir productos sin los que el mundo no podía pasar, mientras que ella era una viuda siempre agotada que a duras penas llegaba a encargarse de un negocio de catering y con más obligaciones de las que podía atender.


En realidad no le interesaba ningún hombre. En primer lugar, ¿de dónde iba a sacar tiempo para ello? Entre ayudar a los chicos con sus deberes, cuidar de Julia, el mantenimiento de los veinte acres que le quedaban, cuidar de su suegra y poner en marcha su negocio, no le quedaba libre ni un segundo.


En segundo lugar, seguía echando de menos terriblemente a Jose y seguramente siempre sería así. Habían pasado ya dos años desde su muerte y a veces seguía despertándose en plena noche para darse la vuelta y acurrucarse junto a él para descubrir que sólo había un vacío helado en el lugar que antes ocupaba él en la cama. Un vacío tan helado como su corazón.


Dejó a un lado el eco de su dolor gracias a la práctica que acumulaba y rebozó en una mezcla de azúcar y canela otro trocito de masa de galleta antes de colocarlo sobre el papel del horno.


Sí, cada vez que veía a Pedro Alfonso el corazón se le aceleraba y sentía un extraño temblor en el estómago. No le gustaba su reacción, pero le resultaba un poco más fácil de asimilar si se decía a sí misma que aquel hombre representaba para ella lo inalcanzable.


Se lo decía y se lo creía... o casi.




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