martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 16




AUNQUE sacar las cuadras no figuraba en la lista de las diez cosas que más le gustaba hacer, no le quedaba más remedio que hacerlo. Como había terminado ya de coser los pijamas y los había escondido en un armario del sótano, había decidido iniciar otra de las tareas que tenía pendientes.


Y se puso a ello tarareando un villancico.


—¡Mami! ¡Bieeen!—se reía Julia.


—Gracias, hija.


Aparte de su canción, la charla de Julia y el piafar de Lucy, su yegua, todo era silencio en el granero. Sin el ruido de los chicos siempre se sentía extraña, como si algo no anduviera bien en su mundo.


No tardarían en llegar, y el caos volvería a adueñarse de todo una vez más. Volverían hambrientos y sedientos, y discutiendo a quién le tocaba ocuparse de cepillar a sus ponis, Pep y Cola.


—Mamá, abiba —protestó la pequeña, que quería que su madre la sacase del parque en el que la había metido a jugar. No le gustaba mucho usarlo, pero el granero era un sitio peligroso, además de poco saludable, para que su hija anduviera a gatas en él.


—Un momento, cariño. ¿Dónde está tu coche?


—Coche aquí.


—Sí, el coche de Julia. Vamos a ver si funciona. ¡Bruum, bruum!


La niña se echó a reír y aceptó de nuevo su coche de plástico rojo. Era un encanto de bebé. 


Bueno, ya no tan bebé porque había cumplido los dieciocho meses, había comenzado a hablar y estaba empezando a descubrir el mundo.


Dejó descansar un instante la pala y se quedó contemplando el milagro de su hija. Era su alegría. Un regalo de la vida. La única tragedia era que su padre no había llegado a conocerla ni a saber de su existencia.


Debía de estar embarazada de pocas semanas cuando Jose sufrió el accidente. Habían hablado de tener otro hijo, pero no habían tomado aún la decisión final, aunque el destino había decidido por ellos. Y qué bendición había resultado ser.


Aquellas primeras semanas después del accidente mientras su marido estaba postrado en coma el trauma había sido tan grande para ella que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba embarazada, a pesar de que los síntomas estaban ahí, como en las otras tres ocasiones. Ahora se daba cuenta, pero entonces lo atribuía todo al agotamiento y al hecho de permanecer junto a la cama de su esposo día y noche, rezando porque ocurriera el milagro que nunca llegó. Las náuseas las atribuyó a la comida del hospital y a no dormir lo suficiente entre el ir y venir diario a Wagon Chaves y el hospital.


Supo con certeza que estaba embarazada apenas unos días después del entierro. Era el día de Nochebuena, y fue como si su marido hubiera querido hacerle su último y más preciado regalo.


Julia había resultado ser el milagro que tanto había pedido. A pesar del dolor que la sobrecogía, el miedo paralizante de saber que estaba embarazada y que tenía un rancho y tres hijos de los que ocuparse, se vio obligada a ser fuerte por el bien de esos mismos niños y de la criatura que llevaba en su seno.


Su hija fue un regalo. Todos sus hijos lo eran. Jose los quería con el alma y sabía sin sombra de duda que habría adorado a aquella niñita.


—¿Mamá tiste? —le preguntó su hija al verla parada y con la mirada perdida.


—No, tesoro. No estoy triste —sonrió—. Estoy feliz. Muy feliz. Estamos en Navidad, el tiempo de la esperanza y del amor, ¿verdad?


—¡Papá Noel!


Al parecer sus hermanos ya le habían lavado bien el cerebro.


—Eso también. A ver si mamá acaba pronto con esto y podemos volver a casa, que se está más calentito.


Acababa de ponerle la cama de paja limpia a la yegua cuando Franie, su vieja border collie, se levantó y ladró al mismo tiempo que piafaba la yegua.


Era su modo de acusarla por tener que quedarse en casa mientras los dos ponis se llevaban la mejor parte del pastel y estaban por ahí con los niños.


—Lo siento chicas: prometo sacaros a las dos una tarde de éstas, ¿vale? Las tres solas como hacíamos antes. Solas con la luz de la luna.


La yegua respiró hondo y la perra se volvió a mirarla. Julia se echó a reír y Paula la tomó en brazos para salir a recibir a los chicos.


Tras la luz amortiguada del granero, el brillo del sol le obligó a entrecerrar los ojos.


Tal y como esperaba, los chicos se acercaban a lomos de Pep y Cola, Hernan solo y Dario y Kevin juntos.


Pero para sorpresa suya, no venían solos. Los acompañaba un hombre a lomos de un enorme y precioso caballo que parecía recién salido de una película de Clint Eastwood: caballo negro, sombrero negro, chaqueta verde oscura y todo ello contrastando fuertemente con el paisaje cubierto de nieve.


El estómago se le encogió y cambió de postura a Julia, que se removía en sus brazos.


—Caballo bonito —dijo Julia encantada.


—¡Hola, mamá! —la saludaron Kevin y Dario con entusiasmo.


—Hola, chicos. Hola, señor Alfonso.


El la saludó inclinando levemente la cabeza y al ver brillar sus ojos azules deseó con todas sus fuerzas no haber estado sacando basura de las cuadras. Siempre se sentía en desventaja con él. Aunque fuera sólo una vez querría encontrarse con él sin estar desaliñada y con el aspecto de una fregona o un granuja de las calles.


—¿Qué tal ha ido la caza del árbol?


—¡Bieen! —palmoteo Julia.


—Hemos traído uno enorme —exclamó Kevin desmontando. Dario hizo lo mismo.


—Es perfecto —añadió éste.


—Yo lo he encontrado —presumió Kevin.


—Vale, lo ha encontrado él. ¿Y sabes dónde, mamá? En el sitio al que íbamos siempre, por encima de los pastos. ¿Te acuerdas?


—Me acuerdo —contestó en voz baja. Como si pudiera olvidarse de once años de ir en su busca.


—Es perfecto, ¿verdad, señor Alfonso?


—Claro que sí.


—Yo sigo pensando que es demasiado grande —murmuró Hernan, y desmontó de Cola, el poni que su padre le había regalado pocos meses antes del accidente—. Va a tener que quitarle un buen trozo si quiere meterlo en casa. Ya lo verá.


—Eso. Ya lo veremos. Y si tienes razón te doy permiso para que me digas «ya se lo advertí» cuantas veces quieras. Y la próxima vez, confiaré en tu opinión.


—Tengo razón. Ya lo verá.


Y entró en la cuadra tirando de la cabezada de su poni. Paula se sintió avergonzada. Su hijo no solía ser tan grosero. Ojalá hubiera lucido mejores modales mientras estaban con Pedro.


—Gracias por vuestra ayuda —le dijo Pedro a los otros dos—. No habría encontrado el árbol de no ser por vosotros tres.


—Ha sido muy divertido —sonrió Kevin.


—Sí que es verdad. El año que viene podemos volver a ayudarle sí quiere —se ofreció Dario.


Pedro se quedó un poco desconcertado.


—Os lo agradezco, chicos. A lo mejor el año que viene me acuerdo a tiempo, y no cinco días antes de Navidad.


—Nosotros se lo recordaremos —contestó el muchacho.


—Gracias. Espero que lo hagáis.


Miró a Paula sólo un instante, pero ella sintió su calor de la cabeza a los pies. Qué ridiculez. 


Tenía en brazos a su hija y estaban rodeados de caballos, niños y una perra vieja y cansada.


Aun así, cuando desmontó y se dirigió a ella, no pudo dejar de reparar en su gracia al caminar, en el movimiento de su cadera y en cómo el pelo se le había rizado bajo el sombrero.


—No me imaginaba que comprando el rancho pondría en peligro sus tradiciones familiares —le dijo en voz baja.


Ella se encogió de hombros.


—Yo ya sabía que cambiarían muchas cosas cuando puse a la venta el Wagon Chaves. Lo del árbol de Navidad es el menor de todos ellos.


Pedro frunció el ceño.


—Pero es algo con lo que sus hijos disfrutan mucho, y no quiero que me vean como el ogro que se lo ha arrebatado.


—Es que no ha sido así.


—Mire, hay muchos árboles en esa colina, suficientes para que tanto su familia como la mía tenga árboles de Navidad siempre. Podrán cortar uno siempre que lo deseen.


No supo cómo contestar a su inesperada generosidad, y tampoco evitar pensar que, aunque el ofrecimiento parecía hacerle sentir incómodo, era un gesto muy amable por su parte. Y poco propio del implacable y duro hombre de negocios que siempre le había considerado.


—Gracias. Pero este año hemos encontrado uno estupendo, ¿verdad? —preguntó a los chicos—. Mi hermano Pablo es el dueño de la tienda de suministros que hay en el pueblo y nos ha elegido el mejor de los que ha recibido. Huele maravillosamente.


Kevin y Dario asintieron.


—Deberías ver cómo lo hemos decorado —dijo Kevin—. Hemos hecho cadenetas de palomitas y papel y montones de adornos de galleta que también huelen genial. Pero no se pueden comer porque mamá dice que te pones malito; que sólo son adornos. ¿Quieres verlo?


—Lo vi el otra día cuando os traje a casa, ¿te acuerdas?


—Ah, sí.


Kevin parecía sentirse desilusionado por no haber podido encontrar una excusa con la que retener a Pedro un poco más y Paula decidió intervenir.


—Tenéis que ocuparos de Pep, chicos. Ha trabajado mucho y estará deseando descansar y que le deis alguna golosina.


A ninguno pareció entusiasmarle la idea, pero como sabían que era su responsabilidad y que su madre no les iba a permitir que escurrieran el bulto, echaron a andar hacia el granero tirando de las riendas del caballito. Frannie se levantó y los siguió, dejando solos a Paula y a Pedro.


—Hola, señod.


Julia sonrió y Pedro le devolvió la sonrisa, pero parecía incómodo.


—Hola.


—Caballo bonito.


—Ah... gracias.




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