martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO 39




De un tirón abrió del todo la puerta y se precipitó escaleras abajo sin darse cuenta del frío que le traspasaba la ropa, ni de los copos de nieve que cada vez caían con mis fuerza.


Apenas había descendido dos de los peldaños cuando tuvo que agarrarse con fuerza a la barandilla por el resbalón que a punto estuvo de hacerle dar con los huesos en el suelo. ¿Por qué demonios estaba tan helado? Había hecho que instalaran un suelo radiante bajo las baldosas de todos los caminos y escaleras que daban acceso a la vivienda para que se derritiera la nieve. Algo debía de haber causado un cortocircuito en el sistema. De repente recordó que Paula le había advertido a su cuñada y a sus hijos que tuvieran cuidado con la escalera porque estaba algo helada, pero no había prestado mucha atención.


Paula, enfadada como iba, debía de haber salido a toda prisa de su casa sin acordarse de lo traicioneros que podían ser los peldaños.


Pero nada importaba ya, se dijo arrodillándose junto a ella.


—¿Paula? —la llamó, poniéndole la mano en la mejilla helada—. ¡Paula! Vamos, cariño, contéstame.


No obtuvo respuesta. Pensó en zarandearla para que se despertase, pero tuvo miedo de moverla por si se había hecho daño en la espalda. No quería causarle más daño del que ya le había infligido.


Le apartó el pelo de la cara y tuvo la impresión de que se movía ligeramente hacia él, como si buscase el calor de su mano.


—Vamos, Paula. Despiértate y te llevaré a casa.


Ella gimió, pero no abrió los ojos. Vio entonces que tenía un brazo debajo de la espalda, y aun con su limitada experiencia vio que la postura era poco natural.


Era culpa suya. Todo era culpa suya. La había acosado hasta enfadarla todo lo posible por su propio egoísmo y sólo con el fin de alejarla todo lo posible de sí mismo y colocarla en el mismo lugar en el que mantenía a todas las personas de su vida.


Debería haberse dado cuenta de que el sistema de calor no funcionaba, pero había estado tan preocupado aquellos días que no había prestado atención a algo que podía poner en peligro su seguridad.


Es más: ella ni siquiera habría estado en el Alfonso's Nest de no haberla sobornado para que cocinase para él.


—Lo siento, Paula. Despiértate y te compensaré por todo. Por favor, despierta.


Apretó su mano e intentó desesperadamente no pensar en la última vez en que le había pedido a otra mujer que se despertara: dieciocho años antes, cuando Susana caía en coma a resultas de su eclampsia.


—¡Demonios, Paula, despiértate! —ordenó con más dureza de la que pretendía—. Tus hijos te están esperando. Te necesitan.


Su petición dio en el blanco: con un gemido, abrió los ojos.


Un alivio tremendo le abrasó la piel. Sabía que apenas había pasado un minuto desde que abrió la puerta y la vio tirada en la escalera, pero tuvo la sensación de que había transcurrido toda una vida en aquel mínimo lapso de tiempo.


Volvió a gemir e hizo ademán de incorporarse, pero él se lo impidió.


—No intentes moverte hasta que no sepamos qué clase de daño te has hecho.


Ella parpadeó varias veces y lo miró como un gatito adormilado.


—¿Qué... qué ha pasado?


—No lo he visto, pero me imagino que has debido de escurrirte en la escalera helada. El sistema de hilo radiante no debe funcionar.


Paula se llevó una mano a la nuca y luego intentó sacar el brazo que tenía debajo de la espalda, pero hizo una mueca de dolor.


—¡Ay! —gritó.


—Lo sé —dijo con el corazón encogido—. Te has debido de hacer mucho daño en el brazo. Voy a pedir ayuda. ¿Qué más te duele?


Con el rostro aún desfigurado por el dolor, contestó:
—La cabeza... el brazo... la pierna.


—Vale. Voy a buscar el teléfono para llamar a una ambulancia y una manta para que entres en calor. En un segundo vuelvo. No te muevas, ¿eh?


Pero ella se apoyó en el brazo bueno y se incorporó. Luego se puso la mano en la nuca mientras el otro brazo le colgaba en un ángulo imposible.


—Estoy bien. No llames a una ambulancia.


—De eso nada. El golpe ha sido tremendo.


—Tengo frío.


Seguramente no tenía ningún daño en la espalda y no le hacía gracia dejarla allí tirada en la nieve mientras entraba a pedir ayuda. Ya que había podido incorporarse sola, seguramente no le haría daño si la ayudaba a entrar en la casa.


—Vamos, será mejor que te lleve dentro.


Con sumo cuidado la tomó en brazos preguntándose cómo una persona podía parecer tan delicada y tan testaruda al mismo tiempo. 


Tenía la espalda helada por el contacto con la nieve y volvió a sentirse enfermo por lo que había provocado.


La llevó al sofá de la cocina, la tapó con una manta y subió el fuego de gas de la chimenea.


—No llames a la ambulancia —repitió ella cuando le vio ir a por el teléfono—. Me he torcido la muñeca y tengo dislocado el brazo. No tienes por qué molestar por algo así. Tienen cosas más importantes de las que ocuparse.


«Nada es más importante que asegurarse de que estás bien», pensó, pero no se atrevió a decírselo.


Parecía muy decidida y supo que no le haría gracia ninguna que actuase en contra de su voluntad.


—Está bien. Lo haremos como tú digas. Puedo llevarte al hospital de Jackson Hole o al de Idaho Falls. Tú eliges.


—A ninguno de los dos. No quiero ir al hospital.


—¡Elije uno!


Podía ser tan testarudo como ella y ya era hora de que se enterara.


—De acuerdo. Jeronimo Dalton trabaja en la clínica del pueblo y podrá ocuparse de esto. Te agradecería que me llevaras allí.


—Si te sabes el número, puedo llamar para decirles que vamos para allá.


Paula se lo dio y él lo marcó en el teléfono. Ya llamaría cuando estuvieran en el coche.


—Dile a Jeronimo que antes vamos a pasar por casa para asegurarme de que los niños están bien.


—Los llamaremos por el camino.


Pedro...


—Vamos —dijo, tomándola en brazos.


—Esto no es necesario.


—Lo que tú digas.


—Puedo andar.


Su voz sonaba ahogada y se alegró de comprobar que recuperaba el color en las mejillas. Sin querer la apretó más contra su pecho, consciente de que no debería estar disfrutando del momento. No le parecía bien que ella estuviera sufriendo y que él se sintiera tan contento por tenerla en brazos.


—O te llevo así, o llamo a la ambulancia. Tú elijes.


—Ninguna de las dos cosas.


—Pues lo siento —contestó llegando ya al garaje—, pero no pienso correr ningún riesgo. Te has dado un golpe de muerte, tienes la muñeca mal y me parece que se te está hinchando la pierna.


—No tengo tiempo para esto —protestó—. ¡Mañana es Nochebuena!


La culpa le estrujó las entrañas al dejarla en el asiento de atrás del monovolumen. Sabía que pretendía conseguir para sus hijos unas vacaciones idílicas. Le había contado que las dos últimas Navidades habían sido muy duras y que pretendía que fuesen distintas aquel año.
¿Cómo iba a hacerlo ahora, malherida como estaba?


¿Y cómo iba a perdonarse él por haber echado a perder las vacaciones perfectas que con tanto cuidado había planeado Paula para su familia?




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