martes, 31 de diciembre de 2019

CAPITULO FINAL




Alfonso's Nest era un auténtico caos.


Hernan estaba en su habitación del piso de arriba con la puerta abierta tocando Little Drunier Boy en la batería que la loca de su madre y su padrastro le habían regalado unos meses antes por su décimo primer cumpleaños.


Dario estaba persiguiendo a Kevin por el salón intentando recuperar el libro de historias de miedo en Navidad que su hermano le había robado.


Julia estaba colgada de su pierna parloteando sin parar sobre sus muñecas, el muñeco de nieve que habían hecho antes y el gatito que le había pedido a Papá Noel. Y Paty, que había ido a pasar con ellos la Nochebuena en Alfonso's Nest, quería saber a qué hora iban a cenar, cuándo se suponía que se iba a tomar su medicina y cuánto costaba calentar aquel mausoleo.


Era el día de Nochebuena.


El día que más le gustaba de todo el año.


Tomó a Julia en brazos y contestó a Paty:
—El sistema de hilo radiante ahorra mucha energía. Ahora voy a preguntarle a Paula lo de la medicina y a qué hora vamos a cenar. Enseguida vengo.


Y mientras caminaba hacia la cocina no sin una gran dosis de alivio, agarró a Kevin por el cuello del jersey rojo que llevaba justo cuando saltaba por encima de un sofá tapizado en otomán.


—Devuélvele el libro a tu hermano.


Kevin se echó a reír dejando al descubierto la boca toda mellada de sus siete años y devolvió el libro.


—Perdona, Dario.


Su hermano le contestó con una mueca.


—Tenéis que calmaros un poco, chicos —dijo Pedro, consciente de que era una batalla perdida—. Cuando Papá Noel vea todo esto así pensará que aquí sólo viven monos. Y según tengo entendido, a los monos no les deja regalos.


—¿Podqué no? —preguntó la niña.


—Sólo se los trae si se han portado bien.


—¿Y yo me he podtado bien?


—Tú siempre te portas bien. Tú eres mi monita buena —añadió besándola en la cabeza.


Estaba loco por aquella muñequita y por aquellos tres muchachos, a pesar de la batería y el barullo.


—Ve y dile a Hernan que cierre la puerta o que deje el recital para después de cenar, ¿quieres? —le pidió a Dario antes de entrar en la cocina con Julia en brazos.


Paula estaba dándole la vuelta a algo que tenía en el horno. Al verla toda sonrosada y con el pelo revuelto, el corazón le dio un brinco.


—Mamá, soy una monita —anunció Julia orgullosa.


—¿Ah, sí? ¡No me digas!


—Bájame, podfavod —pidió con su mejor tono de princesa, y Pedro obedeció. Julia salió corriendo a la zona de descanso de la cocina a jugar con los juguetes que tenía allí.


Se acercó a la madre y la besó en la parte de atrás del cuello.


—Aquí hay algo que huele maravillosamente —le dijo en voz baja.


Paula se apoyó en él con ese suspiro suyo tan sensual que le volvía loco.


—Son mis bollitos.


Pedro inspiró hondo. Olía a canela, a vainilla y aquel olor indefinible pero inconfundiblemente sexy que emanaba de su esposa.


—Bueno, desde luego me encantan tus bollitos —murmuró—, pero yo hablaba de este puntito de aquí.


Y volvió a besar aquella dulce extensión de piel en su cuello y ella se estremeció, como cada vez que la tocaba.


Dentro de tres días sería su aniversario de boda de los seis meses y ya le costaba enormemente recordar cómo era su vida antes de que los Chaves entrasen en barrena en ella. Lo habían cambiado todo.


No podía evitar reírse de su propia estupidez cuando pensaba en lo convencido que estaba un año atrás de que tenía todo lo que podía necesitar o desear. Aquel rancho, sus múltiples intereses económicos, su casa en San Francisco... Cambiaría sin pestañear todo aquello por seguir adelante con la vida que Paula y él estaban construyendo juntos. Jamás había imaginado los regalos que le reservaba la vida.


Volvió a besarla en el cuello y Paula suspiró.


—Como sigas haciendo eso, se me va a olvidar todo lo que me queda aún por hacer.


—Esa es la idea.


—Entonces —se volvió—, tú serás el culpable de que tu cena de Nochebuena sea un auténtico desastre.


—Aunque la cena consistiera en sopa de lata, esta sería la Navidad más feliz de mi vida.


Su mirada se iluminó y su sonrisa volvió a brillar.


—¿Sabes qué es lo mejor de todo esto?


Ella contestó que no con la cabeza.


—Pues que no tengo ninguna duda de que el año que viene será mejor todavía. Y el año siguiente también. Y el que siga, ni te cuento.


—Yo no confiaría tanto en las Navidades que han de venir si estuviera en tu lugar. Dentro de unos años tendremos la casa llena de adolescentes.


No le importaba lo más mínimo. Todos esos años y las Navidades por venir les esperaban, deslumbradoras y espléndidas, pletóricas de promesas como de regalos bajo el árbol, y no podía esperar a abrir todos y cada uno de ellos.




CAPITULO 55





Mientras recogía los restos de papel de regalo y envoltorios de juguetes del salón, volvió a su imaginación el apasionante beso que se habían dado la noche anterior mientras las luces del árbol se encendían y se apagaban y en el exterior caían blandamente los copos de nieve.


¿Cómo iba a soportar su ausencia?


Se secó las lágrimas. Tendría que hacerlo como fuera. Tenía hijos que contaban con ella y no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por la autocompasión y la soledad. Con un suspiro fue a desenchufar el árbol de Navidad cuando de pronto se vio sorprendida por las luces de un vehículo que hendían la oscuridad de la noche.


El corazón comenzó a latirle con fuerza, pero frunció el ceño. Estaba demasiado oscuro para saber si se trataba de su monovolumen, aunque no se le ocurría que pudiera tratarse de otra persona.


Tampoco tenía ni idea del motivo por el que Pedro estaría allí a aquellas horas, pero la esperanza era siempre lo último que se perdía.


Un instante después llamaron a la puerta y con el corazón desbocado miró por la mirilla.


Pedro estaba al otro lado con su sombrero y el chaquetón de trabajo; venía cargado con una caja enorme y parecía preocupado.


Abrió de golpe la puerta.


—¡Pedro! ¿Qué te pasa?


—No había comprado nada para tus hijos —respondió él—. Déjame que lo pase dentro. Hay más en el coche.


Se sentía tan feliz por volver a verlo que a punto estuvo de salir a la pata coja sobre la nieve detrás de él.


—¿De dónde has sacado todo esto? —le preguntó—. Las tiendas cierran el día de Navidad.


Le dio la impresión de que se ruborizaba.


—En San Francisco.


—¿Qué? —preguntó con los ojos abiertos de par en par—. A ver si lo he entendido: has ido a San Francisco y has vuelto en el día.


—No es gran cosa, Pau. Sólo quería traeros algo que tuviera significado, y les había prometido a los chicos el prototipo del juego en el que estamos trabajando, así que me pasé por la oficina a recogerlo y he encontrado algunas cositas más que he pensado que pueden gustarles.


Había varias cajas enormes y tuvo qué preguntarse qué entendería él por algunas cositas más.


Se había pasado el día presa de la desesperación, pensando que no volvería a verle más que cuando la casualidad cruzara sus caminos, y ahora estaba allí, plantado en su salón, trayendo regalos para sus hijos y para ella.


—¿Por qué, Pedro?


—Quería hacer algo por ti y por los niños.


—Para eso no tenías que tomar un avión a San Francisco y volver en un día.


—Lo sé —admitió con un suspiro y por fin se decidió a mirarla—. Me había dicho a mí mismo que no podía volver. Y no iba a hacerlo, pero estaba en Alfonso’s Nest mirando tu casa por la ventana, el humo que salía por la chimenea, los niños jugando fuera con su ropa nueva de nieve y no pude soportarlo más. Tenía que alejarme de aquí, así que me subí al coche y antes de que pudiera darme cuenta me encontré en el aeropuerto sacando los billetes.


—¿Por qué no podías volver?


—Yo no estoy hecho para estar aquí contigo y con tu familia, Paula. Ha sido un breve interludio en nuestras vidas y ahora se ha terminado.


—Para mí no ha terminado, Pedro. Ni siquiera estoy segura de que pueda terminar nunca. No esperaba enamorarme de ti. Desde luego no quería que ocurriera. Me habías dicho que no buscabas familia, lo sé y lo acepto. Pero es que... quiero que sepas lo mucho que has llegado a significar para mí en estos últimos días. Para mí y para todos nosotros. Los niños te quieren y... y yo también.


Antes casi de que hubiera acabado la frase, él tomó su cara en las manos y la besó tan apasionadamente que el oxígeno que le quedaba en los pulmones desapareció.


La besó casi con desesperación y Paula se dejó envolver por la sensación al mismo tiempo que deslizaba el brazo bueno por dentro de su chaqueta para saborear su calor y su fuerza, y la felicidad y la paz que la invadían.


—Te quiero, Paula. Por eso me marché. Sólo he querido a otra mujer en mi vida y le fallé. Debía haber cuidado de ella y no fui capaz de hacerlo. Cuando Enrique y ella murieron, pensé que mi vida estaba acabada y me dije que si negaba la entrada a cualquier sentimiento profundo, si me centraba en mi negocio, podría protegerme del dolor de amar. Y las cosas iban bien, pero luego apareciste tú y me di cuenta de lo solo que estaba.


Paula lo abrazó con más fuerza, sorprendida y agradecida por las bendiciones que había derramado la vida sobre ella al permitirme amar a dos hombres tan maravillosos.


—Apareciste con tus rollitos, los niños y esa robacorazones de Julia, y mis defensas quedaron hechas pedazos.


—Ahora lo entiendo —sonrió—. Lo que de verdad te vuelve loco son mis rollitos de espinacas.


El se echó a reír y fue el sonido más dulce que había oído en su vida.


—Y tu tarta de queso. Y tus crostinis. Y tus vasos de leche con cacao y crema. Y tus...


Pero ella le quitó el sombrero de las manos y volvió a besarle.


Pedro se sentó en el sofá y la acomodó sobre sus piernas, y con las luces del árbol encendiéndose y apagándose, con el crepitar de las llamas en la chimenea, Paula recordó su deseo de que aquella Navidad fuese mágica para su familia.


Jamás se habría podido imaginar a sí misma en brazos de Pedro con aquella felicidad cegadora. 


Ahora, por fin, todo era perfecto.




CAPITULO 54




Algo le estaba pasando a Pedro. Lo veía en sus ojos.


No tenía ni idea de por qué los regalos tan sencillos que los niños y ella habían podido preparar a última hora habían provocado aquella palidez en su semblante. Le habían afectado de tal manera que deseó no haber tenido nunca la idea.


Estaba midiendo los ingredientes para una crema de arce con la que le gustaba bañar los rollitos cuando alzó la mirada y se encontró con Pedro en la puerta de la cocina. Traía el sombrero en la mano y la chaqueta puesta.


—Tengo que irme —dijo con voz solemne y el azul de los ojos cargado de emociones que no podía ni imaginarse.


—¿Adónde? —le preguntó frunciendo el ceño.


—Les di el día libre a Bill y a Merina, así que tengo que ocuparme de los caballos.


—Ah, claro. ¿Necesitas ayuda? Puedo pedirle a Hernan que te eche una mano.


—No —contestó cortante.


—Bien. Eh... había pensado cenar hoy pronto ya que todos hemos madrugado tanto. ¿Terminarás pronto?


La miró a los ojos y Paula creyó entrever un brillo de angustia, pero fue tan breve que no pudo estar segura.


—Seguramente no.


—También podemos dejarlo para más tarde. No pasa nada.


—No te preocupes por mí, Pau —contestó con determinación—. Tomaré un bocado en la casa. Ya te manejas bien, ¿verdad? Ya no me necesitas.


Por supuesto que le necesitaba. Mucho más de lo que se atrevería a admitir.


—Hoy tengo el tobillo mucho mejor —dijo. Al menos eso era cierto—. Gracias otra vez por habernos ayudado en los peores momentos.


Rozó el borde del sombrero con la palma de la mano y Paula tuvo la impresión de que iba a decir algo, pero al final no lo hizo.


Algo iba mal, muy mal. En su expresión había una distancia que no estaba allí antes. ¿Qué habría provocado ese distanciamiento? ¿El caos de la mañana quizás, o sus humildes e improvisados regalos?


En realidad, ¿quién se atrevía a regalarle un bote para lápices hecho con una lata de sopa al presidente ejecutivo de una de las mayores empresas de innovación tecnológica?


Recordó entonces el beso tan tierno y sorprendente que habían compartido la noche anterior y las emociones que los habían envuelto, y se preguntó si aquella magia no habría sido producto de su imaginación.


No. Había sido real. Pero Pedro le había dejado muy claro que a pesar de la atracción que sentía hacia ella, no quería tener que cargar lo que acarreaba: pañales mojados, narices llenas de mocos, críos revoltosos y adolescentes con actitudes desafiantes.


Le estaba diciendo adiós. No hacía falta que se lo dijera con palabras para que lo comprendiera. 


Se marchaba, volvía a su vida real, y no podía hacer nada para impedirlo.


—Bueno... ya nos veremos—dijo él.


—Bien —contestó obligándose a sonreír, pero resultó falso—. Feliz Navidad. Pedro.


El asintió.


—Lo mismo te deseo.


Y sin una palabra más, dio media vuelta y salió.


Paula esperó a que la puerta se cerrara para llevarle la mano al estómago para acallar el vacío intenso que sentía por dentro.


Le había dicho adiós. Y no sólo para el día. Ya no iba a volver. Quizás se encontraran por casualidad, ya que era su vecino más próximo, pero volvería a ser meramente conocidos, no el amigo más íntimo que había tenido desde hacía tiempo.


¿Amigo? El término amistad no expresaba la verdad. Se apretó de nuevo el estómago y entonces cayó en la cuenta de qué era lo que había ocurrido exactamente.


Se había enamorado de él.


Se había enamorado de Pedro Alfonso, presidente de Alfonso Enterprises.


¿Cómo había podido ser tan estúpida?


La muñeca comenzó a dolerle de pronto, pero no era nada comparado con el dolor que sentía en el pecho y que ninguna pastilla podría apaciguar


Estaban en Navidad, maldita sea. Maldito fuese él. Era el tiempo de la paz, de la esperanza. 


¿Cómo podía sentirse tan desgraciada?



CAPITULO 53




La mañana del día de Navidad en casa de los Chaves resultó una experiencia inolvidable. Fue imposible no dejarse arrastrar por la alegría de los niños mientras abrían sus regalos y se maravillaban con todos ellos, desde el cuento que les habían dejado en los calcetines hasta el iPod que al parecer Hernan había puesto el primero en la carta.


A su vez ellos le dieron a Paula pequeños presentes que habían hecho en el colegio y un jersey y unos pendientes nuevos que la tía Tereresa les había ayudado a comprar. También tenían regalos para su abuela, pequeñas tonterías y fotos cuyos marcos habían pintado ellos mismos y que decorarían la pequeña habitación de la residencia.


Dario, que había ido entregando los regalos de los adultos, dejó unos cuantos en manos de Pedro.


—Son de parte nuestra —dijo al ver que Pedro se quedaba mirándolos sin hacer nada.


—No teníais por qué hacerlo.


—Pero hemos querido —le aseguró Paula—. Los niños y yo queríamos darte las gracias por lo mucho que nos has ayudado estos últimos días.


Todos sonrieron y Pedro tuvo que bajar la mirada. Eran tres regalos los que tenía, todos envueltos bastante torpemente. Paula no podía haberlo hecho con la mano escayolada, así que debía de haber sido cosa de los niños.


El primero que escogió pesaba. Lo sopesó en las manos y frunció el ceño intentando averiguar qué podía ser.


—¿Es una piedra?


Kevin se echó a reír.


—¡Ábrelo! ¡Ábrelo!


Quitó el papel con cuidado, consciente del sabor del momento. Debajo había una caja de cartón marrón. La abrió y se echó a reír.


—¡He acertado! ¡Es una piedra!


—Es un fósil —le corrigió Dario—. Lo consultamos después de encontrarlo y es una trilobita. Es bonito, ¿eh?


—Hemos pensado que puedes usarlo como pisapapeles si quieres —intervino Hernan.


—Lo encontramos en el arroyo que va por encima del río hace unos veranos —explicó Paula—. Abundan los fósiles por allí.


—Si quieres podemos llevarte algún día —dijo Dario.


Pedro estaba muy conmovido.


—Me gustaría mucho.


—¡Egalo! ¡Egalo! —intervino Julia señalando los paquetes que aún le quedaban por abrir. El siguiente era cilíndrico y ligero y prefirió no hacer conjeturas.


Era una lata de sopa forrada con cinta de carrocero a la que le habían aplicado una especie de pasta marrón brillante que la hacía parecer de cuero.


—¿Cuándo habéis tenido tiempo de hacer todo esto? —le preguntó a Paula sorprendido.


—Cuando volviste a Alfonso's Nest ayer para hablar con Nicolas Parker mientras el doctor Dalton estaba aquí. Entonces lo hicimos.


Tuvo que carraspear por la emoción que se le agolpaba dentro generada por aquel humilde bote de lápices.


El tercero resultó ser el más inesperado. Era del tamaño de un manojo de cartas de baraja y más o menos del mismo tamaño. Cuando quitó el papel, se encontró con una caja blanca en cuyo interior, sobre un lecho de tela de algodón, había un adorno para camisas al modo de los que llevan en el oeste, con dos cuerdas de cuero negro unidas en un broche en el que habían engastado una piedra verde iridiscente.


—Era de mi padre —dijo Hernan—. Tenía muchos. Los coleccionaba y a éste se le había caído la piedra. Mi madre lo iba a tirar, pero cuando ayer buscábamos algo que regalarte, se acordó y lo arreglamos con esta piedra.


—La piedra es jaspe y lo recogimos en el rancho—le explicó Paula— Lo encontramos hace varios años en la colina que hay justo enfrente de tu casa. Siempre me ha parecido preciosa. Los chicos y yo pulimos unas cuantas hace unos años y la tenía guardada en el joyero esperando poder hacer algo con ella algún día. Queda perfecta, ¿no te parece?


Pedro no era capaz de hablar. Las emociones le ahogaban.


Miró a Paula, tan encantadora, tan brillante, y a sus hijos, todos observándole con sus ojos verdes tan parecidos al color de la piedra, y la garganta se le cerró por completo. Y para colmo, sintió que le ardían lágrimas en los ojos.


Tuvo la certeza de que todas las protecciones que con tanta dedicación había construido alrededor de su corazón habían quedado derretidas como la nieve bajo el sol abrasador del verano.


A pesar del tiempo que habían dedicado a los preparativos de la Navidad, y a que Paula tenía la muñeca rota y un esguince de tobillo, habían tenido tiempo para hacerle aquellos preciosos regalos.


No podía comprenderlo.


Los quería. A todos ellos.


Y muy especialmente a su madre. Ella lo había besado, había reído con él, había compartido sus secretos, y él se había enamorado hasta las cejas de su dulzura, de su ternura, del cuidado que dedicaba a todos y cada uno aun estando lesionada.


Su mirada se encontró con la de Paula. Su sonrisa había desaparecido y lo observaba con atención y no sin desconfianza, y no consiguió tranquilizarla, sonreír y fingir que todo iba bien porque no era así. La quería, y deseaba tener todo aquello con tanta intensidad que estaba sintiendo un agudo dolor en el pecho.


Respiró hondo. ¿Cómo había permitido que ocurriera algo así en tan pocos días? Se había pasado prácticamente la vida entera protegiéndose precisamente de una situación así, tratando de impedir que sus sentimientos llegaran a ser intensos, que una situación pudiera hacerle sentir aquel dolor intenso y amargo en el pecho, como si le hubieran arrancado el corazón y lo arrastraran por el terreno.


No podía soportarlo. De pronto se sintió como si volviera a tener siete años, viviendo en un albergue para indigentes, preguntándose qué habría hecho que fuese tan terrible para que Papá Noel se olvidara una vez más de él, aunque había rezado con toda devoción y había intentado ser bueno.


Pero peor aún era su recuerdo de los diez años, después de haber pasado doce meses en casa de sus abuelos y haber experimentado en carne propia lo hermosa que podía ser la Navidad.


Su madre lo había apartado de todo aquello y cuando llegó la Nochebuena, estaba demasiado drogada para recordar siquiera que él estaba allí. Había calentado la última lata de sopa que había en la casa y se la tomó llorando, aunque tenía ya diez años y era demasiado mayor para llorar, recordando el festín que su abuela había preparado el año anterior.


Toda su vida había temido que la siguiente Navidad y todos los veinticinco de diciembre fueran así, pero ahora tendría el día perfecto pasado en compañía de la familia de Paula para comparar.


La ruidosa, caótica y maravillosa familia de Paula.


El año que aprendió lo que significaba formar parte de una familia.


Lo que significaba amar.


Los años se extendían frente a él, desnudos y fríos, y no supo qué hacer.


—¿No te gustan? —oyó preguntar a Kevin, y sólo entonces se dio cuenta de que debía llevar un buen rato contemplando en silencio los regalos.


Levantó rápidamente la cabeza y se encontró con que lo estaban observando con expresiones encontradas y distintas: Paula lo miraba preocupada, y los chicos, unos cautos y otros heridos.


Carraspeó. Tenía que decir algo. No podía dejarlos así.


—Me encantan. Todos ellos. El bote para los lápices y el pisapapeles van a ir derechitos a mi mesa de trabajo en Alfonso Enterprises y me pondré la corbata el primer día que vuelva a trabajar. Muchas gracias a todos.


Los muchachos aceptaron sus palabras sin más, pero Paula siguió observándolo preocupada.


Pedro se obligó a sonreír, aunque seguro que la alegría no le llegó a los ojos. No podía permitir que aquella familia le llegara más al fondo del corazón. Ya le iba a doler una barbaridad seguir adelante sin ellos.


Al poco de iniciar su carrera aprendió que siempre llegaba un momento en el que un hombre debía cortar ataduras y alejarse mientras pudiera.


Ese momento había llegado.